Hora pico en la avenida Santa Fe
de Buenos Aires. Acomodado en un asiento individual, confirmo que éste es, entre
todas las opciones disponibles, el ómnibus correcto. Cada cierto tiempo, en distintas
paradas, un grupo nuevo de hipsters va subiendo al transporte, ratificando así un
destino bastante obvio: el Festival Bue.
Por ahora, mi única preocupación es lograr llegar temprano a Tecnópolis, la megamuestra de ciencia y
tecnología, ubicada en el barrio de Villa
Martelli, al noroeste de la ciudad, hoy, escenario del festival. Pero, por
más que el conductor del bus hace el mejor esfuerzo por esquivar los
atascamientos de las calles céntricas de Buenos Aires, realizando desvíos
imprevistos –algo tan usual en Cochabamba-, y acelerando en rutas expeditas, el
recorrido de más de un hora de duración, casi hace que pierda toda la parte
inicial del evento.
Lo que sigue a continuación es un
boceto acerca de una experiencia particular, una crónica que no necesariamente
se ajusta al rigor periodístico. Por otro lado, tampoco pretende ser un relato
pormenorizado en el plano emocional, asumiendo que, de manera inevitable, un
festival musical, cuya cartelera incluye a Iggy
Pop, Pet Shop Boys, Wilco, The Flaming Lips, entre sus más destacados participantes, es capaz
de despertar estados emocionales que no precisan ser detallados con mucho
ahínco. Si bien la prioridad mía es equilibrar la subjetividad de la
experiencia musical –el goce- con la valoración general del evento, algunos
episodios y anécdotas circunstanciales pueden, finalmente, ser obviados o
asumidas como inherentes a la experiencia. Así, el descuido de perder el
celular en pleno pogo de Lust for life,
el lograr intercambiar unas palabras con Ariel
Minimal de Pez, el peligro de
morir deshidratado, arrastrado por una marea de gente mientras suena Mass production; el ver a Pete Doherty mezclando entre la gente
disfrutando del show de Toots and the
Maytals, o el terminar completamente exhausto y empapado de sudor, con la
polera hecha jirones, y sin tener la más mínima idea de cómo retornar a casa a
las 2 de la madrugada, son, entre otras experiencias, algo que el lector puede
asumir anticipadamente.
Luego de 10 años de permanecer en
modo stand by, la presente edición
del Festival Bue marca un retorno triunfal
a la grilla de festivales anuales en Buenos Aires. Manteniendo la diversidad de
géneros musicales como su principal estandarte, el festival ha contado en
pasadas versiones con un lineup que incluía, entre sus más destacados números, a
artistas como: Patti Smith, Beastie Boys, The Strokes, Elvis Costello,
M.I.A., Dizzee Rascal, Daft Punk,
etc. Este año, además de los platos
fuertes con Iggy Pop y los Pet Shop Boys, la organización ha anunciado
el retorno de los norteamericanos de The
Flaming Lips y los ingleses de The
Libertines; además de Wilco, quienes
desembarcan por primera vez en territorio argentino. Otra de las sorpresas
tiene que ver con la participación de Toots
and the Maytals, referentes esenciales del reggae y el ska jamaiquino; o la de los colombianos de Bomba Estéreo y la rapera española Mala Rodríguez. Finalmente, para
completar la cartelera, y jugando como locales, los platenses de Él mató a un policía motorizado, Juana Molina,
Miss Bolivia y Mi amigo invencible.
Al ser éste un evento patrocinado
por una cerveza, la restricción de entrada a menores de edad se hace evidente
al recorrer de extremo a extremo la explanada de Tecnópolis. Aquí, a diferencia
del
Lollapalooza, no se observan
niños con sus padres, ni lugares de recreación familiar; en su lugar, hay
puestos de distribución de cerveza (casi el equivalente a 50 Bs el vaso, un
verdadero asalto a mano armada) y promotoras de una marca de cigarrillos
ofreciendo puchos por doquier. Por otra parte, y salvo con el debido cuidado de
resguardar bien la botella de agua metida de contrabando, no existe la
necesidad de ir por mayores implementos de supervivencia. Además, de todas
formas, las filas en el sector de comidas son ridículamente largas y resulta
inútil siquiera pensar en clavarse un choripán. La mejor alternativa, si acaso
también se descarta la idea de socializar un poco, es encontrar un buen lugar
para cada show.
Algo se hace muy evidente al ver
en escala real el folleto con el mapa del lugar y la lista de bandas: es
imposible abarcarlo todo. Si bien hay un orden lógico entre los horarios y las
bandas relevantes dentro del festival; el engañoso lineup queda reducido a una
lista básica de bandas esenciales por ver. Es en ese sentido que la extensión
de éstos textos se limiten a reflejar apenas lo más primordial del cronograma;
evitando extenderse hacia bandas que, por la irremediable imposibilidad de alcanzar
a verlas, o, directamente, por una falta de méritos para dejar una impresión
necesaria, han tenido que ser obviadas. Merece, sin embargo, una mención
especial el caso de Toots and the
maytals, cuyo show -una celebración espiritual en clave reggae- reúne a
skinheads y rastas de toda índole en un evento destinado a clausurar la primera
jornada del Bue. Lastimosamente, el desgaste físico y emocional posterior a Iggy Pop, obliga a ahuecar el ala antes
de tiempo, denegándome la posibilidad de tener una opinión valedera al
respecto. The Libertines, por otro
lado, no amerita un desarrollo interesante. Su setlist se queda a medio camino
entre un repaso flojo y monótono de sus temas, y un lamentable jam de una banda
principiante. Salvando el romanticismo
etílico de “Can´t Stand Me Now”, la
mayor parte del show transcurre lánguidamente, emitiendo muy pocas escenas
memorables con respecto a otros números de la jugosa cartelera.
DÍA 1
El mató a un policía motorizado
Lo primero que llama la atención
es la magnitud del escenario principal. Un armazón gigantesco que enaltece al
máximo el bajo perfil de los platenses. En seguida, como un mantra de
distorsión, los primeros acordes de “Nuevos
Discos” inauguran un set equilibrado entre temas viejos esenciales, y temas
recientes. Quizás el entorno ideal para El
mató a un policía motorizado sean los recintos medianos, la intimidad de un
local cerrado donde los límites entre músico y espectador sean indistinguibles.
Sin embargo, conforme van sonando los temas, vemos que el despliegue ritualista
de los platenses aún encuentra espacio en entornos tan expuestos como éste.
En realidad, parte de aquel
instinto celebratorio adosado al perfil de la banda, tiene que ver con el
sonido propulsivo y jubiloso de sus guitarras. El impulso ruidistico de “Chica Rutera”, o el indie elemental de
“Amigo Piedra”, por ejemplo. La
banda amortigua su set con repasos obligados a “Violencia”, su más reciente Ep, que básicamente mantiene la fórmula
de su sonido rock minimalista, sin muchas mayores sorpresas que un evidente
retroceso en el manejo de sus líricas. “Mujeres
bellas y fuertes”, a continuación, enciende a los más fanáticos que de a
poco van agrupándose en la parte delantera del lugar. Luego, el ruido contagioso
de The
Weeding Present resuena en “Sábado”,
incitando al que quizás sea el primer pogo del festival.
Ya en órbita con el ritmo
ambivalente de Él Mató –esa facilidad con la que la banda pasa del ruido
hipnótico y repetitivo al desbarajuste punk- emprendemos hacía la delicadeza
melancólica de “Más o menos bien”, y
nuevamente al tribalismo post punk de “Yoni
B”, reanimando a las hordas ávidas de pogo. El set corto de la banda cumple,
con evidencia, una función de precalentamiento para la primera noche del
festival. Santiago Motorizado apenas
musita un agradecimiento tímido entre tema y tema, dejando que la música sea el
conductor primario entre la banda y los espectadores. Después de todo, este es
un partido jugado de local, y, de hecho, la familiaridad es un sentimiento muy
perceptible en el ambiente. Incluso entre desconocidos. Temas como “Chica de oro”, o el himno generacional
“Mi próximo movimiento” funcionan
como episodios ceremoniales donde la fiesta y la fraternidad danzan en una
especie de escenario pre apocalíptico.
Él mató, el bastión del sello Laptra,
es quizás la pieza más conocida del rock independiente platense de los últimos
años. Congregando alrededor suyo un séquito de bandas afines a una estética
particular, los platenses retoman el primitivismo y el impulso más básico del
rock de bandas como The Velvet
Underground, Galaxie 500 o The Jesus and Mary Chain. El paso de Él mató por el escenario principal contagia
una energía propulsiva fugaz que, luego de una hora, finaliza con la
celebración demoledora de “Chica Rutera”,
dejando a más de uno extraviado en una corriente de pop noise y canticos futboleros
que se van desvaneciendo lentamente. Los platenses abandonan el escenario sin exhibirse
heroicos ni vencidos. Hay una impresión de que la banda asume esto como un muestrario
limitado de su contenido. Un resumen que se reserva lo mejor para la intimidad
de un show propio. Aun así, ésta sigue siendo la forma más eficaz de inaugurar
el recorrido por un festival.
Iggy Pop
Ante el irremediable vacío
generado por los decesos de Bowie, a
principios de año, y Lou Reed, el
2013, el consuelo –aquella urgencia ante el paso del tiempo por lograr ver,
aunque sea una sola vez, a nuestros ídolos sobre el escenario- recae en uno de
los restantes vértices de aquel denominado “triángulo sagrado”: Iggy Pop. Post Pop Depression (2016) llega a tiempo para redimir a un artista
cuyas recientes incursiones en el jazz o la Chanson
Française no hacían mucho por conservar su estatus de leyenda. De cualquier
modo -ya lo anunciaba en una entrevista a medios argentinos- su paso por el Festival Bue sería un repaso extendido
por su discografía, más no un concierto de promoción para su reciente álbum.
Dicho y hecho, promediando las 23:15, la primera noche del festival porteño
veía asomar la figura reptiliana de Iggy
Pop, dando brincos con paso dislocado rumbo el escenario y anticipando un setlist compuesto, en su
mayoría, por temas de The Stooges y
la dupla The Idiot/Lust for life.
Un índice de letalidad
peligrosamente elevado es el que alcanza la seguidilla mortal de I wanna be your dog/The Passenger/Lust for
life, al iniciar el show. Basta un riff inicial para desatar el caos en un
público que no tiene más remedio que debatirse a empujones entre el desborde de
adrenalina y la supervivencia. Más de 15000 personas reunidas en Tecnópolis concurren al Outdoor Stage
para recibir al loco de Detroit, y ciertamente las expectativas no eran
escasas. Después de un año cargado de revisiones honoríficas en torno al legado
de Iggy y The Stooges –un libro extenso sobre su historia editado por Third Man Records, además de un
documental dirigido por Jim Jarmusch-
todas las miradas parecen apuntar hoy hacia James Newell Osterberg. Luciendo una musculatura visiblemente
tocada por el paso del tiempo, Iggy
pasea su torso desnudo con altivez por el escenario mientras suena “Five Foot One” y “Sixteen”. Luego, un repaso por lo más olvidable de su etapa
reciente con “Skull ring” y el Bo Diddley beat del clásico “1969”, para retomar el descontrol a
fuerza de fuzz y wah. La ovación es absoluta. En algún momento, Iggy quiere encarar los rostros de la
anarquía en las primeras filas: un amasijo de cuerpos destilando sudor y
cerveza. Pide a los técnicos encender los reflectores hacia el público y
observa la marea adoptando una pose entre heroica y grotesca; como un dios
semidesnudo en la cima del olimpo. Ahora es tiempo de ofrecer un repaso por
aquel semillero del post punk llamado The
Idiot que, con Sister Midnight,
suponía una vindicación justa y necesaria hacia aquel periodo junto a Bowie que constituye un preámbulo a su Trilogía de Berlín. Mientras tanto, una
ligera llovizna rocía de frescura la multitud acalorada. Enseguida viene Real Wild Child y el cabaret noir de Nightclubbing, donde una silla en medio
del escenario es todo lo que Iggy precisa para desarrollar una especie de
coreografía degradante: Canta sentado, tira la silla a un lado, juega con el
micrófono. El espectáculo apenas alcanza
el medio tiempo con Some Weird Sin y
la impresionante Mass production, una
factoría de ruidos y loops industriales hipnóticos con la que Iggy y su banda
amagan una falsa despedida del escenario.
Alguien familiarizado con los
shows de
Iggy Pop (al menos con los
disponibles en Youtube) sabe que, invariablemente, hay un momento en el que la
iguana decide invitar al público a acompañarlo sobre el escenario. La
situación, como siempre, termina saliéndose de control y, por supuesto, Buenos
Aires no podía quedar exenta del desmadre rutinario. Casi al finalizar la
machacante
Repo man, las tres
personas afortunadas sobre el escenario se convierten en 30 en cuestión de
segundos. Tienen que intervenir varios agentes de seguridad para proteger a
Iggy de la torpeza de sus fans pero, finalmente, luego de varios minutos de
anarquía, logran expulsar de a uno a la turba desquiciada del escenario. Peor
aún, el ruido y la furia de
Search and
Destroy no hacen mucho por recobrar la calma. En cambio,
Gardenia, la primera y única visita al
nuevo disco durante toda la noche, logra finalmente apaciguar el éxtasis de la
multitud.
Estamos ante quien podría ser
considerado el mejor frontman que un
grupo haya logrado tener. Un grupo que, además, es precursor de varios
atributos que el punk adoptaría muchos años después. Un escultor del exceso, o
un adorable histrión pasado de rosca. A partir de ese momento, el setlist se
enfoca en The Stooges, la legendaria
banda junto a los hermanos Asheton. “Down on the street” y “Loose”, ambos temas de Fun house (1970) que muestran a un Iggy Pop visiblemente agotado y con
dificultades a la hora de llegar a las notas demasiado elevadas. El predominio
de los riffs anfetamínicos continua con el rock salvaje de “Raw Power”, luego el himno ilegítimo
del punk “No fun” para finiquitar
una noche que ya comienza a castigar con una ventisca helada sobre la explanada
de Tecnópolis. “Fucking goodnight”, se despide la iguana, antes de llamar a la
banda para un último tema. “Candy”,
lo más cercano a un hit que tuvo Pop durante el inicio de los 90s. Antes, un
gentil saludo y la presentación protocolar de cada uno de los músicos en
escena: Kevin Armstrong, antiguo
colaborador de Iggy en los 80s, en guitarra; Matt Hector en la batería, Ben
Ellis en el bajo y Seamus Beaghen
en los teclados. Rozando los 70 años, Iggy
Pop conserva un carisma radiante y una capacidad sorprendente por otorgar
un show enérgico y salvaje de principio a fin. Ya sea diseminando las semillas
del punk con un Blues eléctrico brutal junto a The Stooges, o reinventándose en la acera vanguardista bajo el
amparo redentor de Bowie, Iggy ha logrado darse modos para
mantener cierta autoridad en el rubro, aunque el secreto, en realidad, sea
simplemente actuar como él mismo. El Cheetah con el corazón de napalm, o el
hijo fugitivo de la bomba nuclear. The one who searches and destroys.
DÍA 2
La vieja jazzmaster que Nils Cline ejecuta durante el sólo
de “Imposible
Germany”, revela más de lo que sus grietas descoloridas y su dulce sonido
aparentan. Wilco, al igual que la
Fender desvencijada, ostenta una vida que no opone resistencia a la
decoloración natural, o al menos no busca disimular con capas de pintura el desgaste
de su juventud. Schmilco (2016) es
quizás la mejor prueba de aquello. Premeditadamente intimista y reflexivo, el
disco más reciente de los de Chicago está lejos de las inquietudes
experimentales de sus primeros años como banda “madura”. Pero hay más. Aquella
espiral creciente de éxtasis y psicodelia –la herencia de Television y The Greateful
Dead, desde luego- suena como el resumen de una etapa. O, mejor, como el
final de una etapa que va desde los años junto a Jay Bennet – la mente obsesiva detrás de Wilco en su paso de banda alt country hacia folk vanguardista-,
hasta el despido de éste y su posterior muerte el año 2009. Es alrededor de
aquella época –ya con Cline haciendo
de contrapunto ruidista en la banda- que Wilco
fue asumiendo su propia edad a través de discos más austeros e introvertidos. Y
es con “Imposible Germany”,
precisamente, que la banda toca un nervio emocional muy significativo en medio
de su primer recital en Argentina.
El escenario asignado a la banda
consiste en un galpón cerrado con bastante reverberación interna. Aun así, la
dinámica instrumental del grupo suena bastante inteligible, y no resulta una
verdadera molestia para el espectador. Wilco,
fiel a una especie de instinto autosabotador, disfruta exhibir su brazo ruidista y caótico en
momentos determinados del concierto. Así, la anarquía abrupta en “Vía Chicago”, o el desorden calculado
al medio de la melancólica “Misundestood”,
son disparadores de reacciones en el público que, pensándolo bien, parecen
guionizadas o estructuradas con antelación.
Vistiendo un sombrero texano, y
exhibiendo un vello facial descuidado que no logra ocultar una evidente sonrisa
en su rostro, Jeff Tweedy agacha la
cabeza repetidas veces en señal de agradecimiento y anuncia que, hoy, Wilco viene a saldar una cuenta
pendiente con Argentina. Durante más de una hora y media somos parte de un
recorrido musical que recoge temas de distintas épocas de la banda. Si la
réplica exacta en escena de la introducción de Yankee Hotel foxtrot (2001) –aquella obra bisagra en su
discografía- con “I am trying to break
your heart” no es suficiente estímulo para dejar una impresión imborrable en
el público porteño, ahí está el rematazo de “Misunterstood”, reactivando un sabor entre nostálgico y confesional
que se extiende en un agradecimiento insistente al finalizar la canción. Tampoco
faltan los clásicos “Jesus etc” y “Handshake drugs”, aunque, en realidad,
la sorpresa recae en viejos temas como “Box
full of letters”, o el power pop de “Outtaside
(Outta mind)”, que son desempolvados para la ocasión.
Algo que sin duda es reprochable
es la omisión de “
California Stars”.
Y, aunque puede ser tal la urgencia por escuchar los favoritos personales,
vemos que
Wilco amaga los pedidos
del público, rematando con alternativas casi igual de satisfactorias.
Es verdad, no figuran “Ashes of american flags” o “War on war”, pero al menos tenemos a “Heavy metal drummer” y “I’m the man who loves you”. De
igual forma, y aunque la banda se proponga equilibrar un setlist con canciones
de distintas épocas, resalta la preferencia por discos como “
A ghost is born”, que marcan un
movimiento conservador y tibio en cuanto a las ambiciones experimentales de la
banda.
A estas alturas, está claro cuál
es el factor más llamativo para considerar “adulta” a una banda indie. Es ese
proceso de sofisticación paulatina en la música, pero también es el circuito en
el que éste se desarrolla, o el público al que finalmente abraza. Si bien es
evidente que el Festival Bue no
permite el ingreso de menores al predio, es fácil promediar un rango de edad
entre el público que supera los 30 años. ¿Es eso, acaso, a lo que llaman “Dad
Rock”? Quizás Tweedy reniegue de la
agudeza de algunos críticos, y con justa razón, pues lo que vemos acá, más allá
de las apariencias superficiales, es un concepto menos estricto de la madurez.
Encontrando estabilidad en la simpleza pero, también, paradójicamente, en la
sofisticación instrumental de la banda en escena (la destreza de Glenn Kotche en la batería, o los
incontables cambios de guitarras de Nils
Cline) Wilco encuentra su
equilibrio entre la tradición y la discreción necesaria de un adulto. Cada vez
más alejados de las ambiciones artísticas de otrora, pero más firmes en la
búsqueda de una perfección ceñida al formato canción.
A cierta hora es perceptible una
fluidez inquietante de personas en el predio. Pero aquello tiene menos que ver
con el extenso set list que Wilco desarrolla
-23 canciones en total-, que con el hecho de que el show de The Flaming Lips está por comenzar en
un escenario paralelo. Los más entusiastas con los de Chicago preferimos la discreción.
Incluso esperando ingenuamente una sorpresa reservada para el final. Sin
embargo, con el extendido motorik beat de “Spiders”
y “I´m a Wheel”, parece que,
finalmente, está todo dicho. El público va replegándose fuera del escenario Heineken mientras, de fondo, suena “Closer
to the heart” de Rush. Un final justo, si se lo piensa bien.
Que el tiempo invertido en reajustar la escenografía y los
vestuarios más estrafalarios, ente tema y tema, disminuya notoriamente el
minutaje asignado a la presentación misma de la banda, es una muestra de cuán importante es para los
Flaming Lips la ostentación de su
maquinaria visual en cada uno de sus shows. Una espectacularidad entre lúdica y
alucinógena que vale la pena experimentar, aun cuando aquello amenace con
relegar la música hacia un segundo plano.
Por fortuna, ese no es el caso de The Flaming Lips, cuyo eje primordial para el despliegue
hiper-colorido de su show es, precisamente, la música. Ahí está el preciosismo
psicodélico de discos como Clouds Taste
Metalic (1995) y The Soft Bulletin
(1999), la opera espacial de Yoshimi
battles the pink robots (2002), o la saturación enviciada de Embryonic (2009), demarcando una
evolución paulatina en la banda desde el efluvio indie de principios de los
90s, hasta la suntuosidad psych-prog condimentada de sus más recientes discos.
Promediando las 9 con 15 minutos de la noche, inmediatamente
después del show de Wilco en el
escenario Heineken, una lluvia de confeti y pelotas
multicolores dan el pistolazo de salida al set de The Flaming Lips. El impresionismo de Race for the prize resuena con épica psicodélica, anticipando un
show audiovisual tan delirante como emocional. La gente, sin embargo, responde
con cierta tibieza atribuible, quizás, al cuelgue fumeta que subyace entre el
público. Algo, además, potenciado por la falta de continuidad entre las canciones
y el excesivo tiempo haciendo cambios
de vestuario y escenografía para cada
canción. Así, para Yoshimi battles the
pink robots pt. 1, por ejemplo, un Santa Claus y una especie de Pepe the
Frog gigantes son presentados en escena para bailar junto a la banda y entretener al público con bailes
infantiles.
Wayne Coyne -hoy cobijado por un enorme
abrigo de capucha blanco - se empeña en
incitar al público a ser participe o, al menos, cómplice del carnaval lisérgico
en escena. Sin embargo, canciones como The
Observer son, en realidad, segmentos instrumentales que apelan exclusivamente
a la contemplación (o al aburrimiento). Aun así, la enorme parafernalia de
luces y colores desplegada incluso en los pasajes más calmos del concierto, no
deja indiferente a ninguno. Ya sea implementando un arcoíris inflable gigante
para el ornamento de apenas una sola canción, u optando por cantar montado en
el lomo de un Chewbacca, la música y la teatralidad parecen elementos que, en
realidad, sirven para potenciarse el uno al otro. En canciones como The Gold in the mountain of our madness y
la floydiana Pompeii Am Götterdämmerung,
la banda sostiene un énfasis en las variaciones de energía entre partes fuertes
y partes débiles; aligerando el ritmo hacia atmosferas más envolventes, y
explotando, de manera imprevista, con texturas de synths gruesos en momentos
determinados.
En What is the light y A
spoonful weighs a ton se reúne el espectro musical que la banda abraza con
frecuencia: pasajes psicodélicos, una base rítmica contundente y, sobre todo,
una línea vocal retraída, casi quebradiza. Wayne
Coyne no es precisamente un gran vocalista. Al menos no en el sentido
técnico de la expresión. Es perceptible en él una función intermediaria entre
público y banda, entre música y espectáculo visual. Su (voluntaria) imprecisión
vocalista se compensa con una identidad entre inocente y sarcástica, exacerbada
por su gusto, irónico o no, hacia el conceptualismo del rock más ampuloso y
grandilocuente (The Beatles, Pink Floyd, The Who) Pero, ciertamente, hay un componente más profundo debajo
de tanta pompa, un mecanismo un tanto
desesperado por recordar(nos) lo absurdamente efímero de la existencia. La
celebración como mecanismo de defensa ante lo irremediable. En ese sentido, no
resulta extraño que la banda destaque “Space
Oddity” de David Bowie como un
emotivo paréntesis de su set para rendir homenaje póstumo a quien, de alguna
forma, cristaliza en una obra final (“Blackstar”)
los fantasmas internos en su último viaje junto a Caronte. De hecho, aquella
obsesión por la ficción sideral y la muerte encajan muy bien con la estética de
The Flaming Lips, pero es evidente
que, aún en circunstancias sobrecogedoras, la banda evita a toda costa ser
tomada demasiado en serio. Y aquello es, por supuesto, algo que terminamos
agradeciendo mientras vemos a Coyne
caminar sobre el público en una enorme bola transparente.
El número final del concierto no
puede sintetizar mejor el pathos de la banda. Do you realice?? es una épica estremecedora acerca de la vida y la
muerte. Un himno a la existencia efímera de los seres, o una despedida
agridulce del mundo terrenal. La lluvia de confeti y brillantina que acompaña
el espectáculo marca, finalmente, la despedida de los norteamericanos del escenario
del Bue La multitud va esparciéndose por el sector de
comidas y bebidas, dejando ver el rastro colorido de papeles y mixtura sobre el
suelo. Los estigios de un viaje lisérgico-musical inolvidable en la última
noche del festival.
Pet Shop Boys
La espera sobrepasa los 15
minutos, sin embargo, el espectáculo que el equipo técnico lleva a cabo sobre
el escenario –un equipo visiblemente adiestrado en ingeniería de estructuras de
último minuto- justifica cualquier demora. La arquitectura que logran alzar de
las ruinas que la banda predecesora deja en el Outdoor Stage –los kilos de confeti cortesía de los Flaming Lips- es impresionante:
láseres, máquinas de humo en lugares estratégicos, pantallas esféricas y globos
gigantes con luz propia flotado en la parte superior del escenario.
Los Pet Shop Boys no aparecen en escena sino hasta el minuto y medio
del primer tema, Inner Sanctum.
Toman posición logrando imponer una imagen entre aristócrata y cibernética al
pararse frente al par de pantallas esféricas, a ambos lados del escenario. Neil Tennant y Chris Lowe, hieráticos y misteriosos, combinan la formalidad de sus
trajes con unos cascos espejados, totalmente esférico en el caso de Lowe, y desfragmentado en el caso de Tennant. La primera tanda de aplausos
se torna ensordecedora tras reconocer los primeros beats de “West End Girls”. ¿Están rematando
temprano los hits, en una actitud opuesta al épico cierre con “broche de oro”?
Quizás no sea el caso de los ingleses, o hasta, quizás, resulte indiferente el
orden de temas, considerando la cantidad de éxitos amasados durante toda su trayectoria.
La canción combina austeridad y urbanismo en partes iguales, logrando redoblar
el efecto futurista que el paisaje de Tecnópolis
ofrece. Luego de un protocolar saludo en
español, el dúo engancha con The Pop
Kids, del reciente disco Super (2016).
Más que un acto de nostalgia,
esto parece una clara declaración de principios: “We were young but imagined we were so sophisticated / Telling everyone
we knew that rock was overrated”. Es difícil imaginar un mejor
momento para la remembranza auto biográfica. Después de 30 años portando con justicia
el emblema de auténticos cultores del dance pop, pocas bandas pueden jactarse
de haber sobrevivido a la contingencia de las separaciones y los conflictos
internos, típicos de cualquier grupo en el umbral de la madurez.
El dúo cumple con un cronograma
de conciertos para la presentación de su nuevo disco
Super (2016), sucesor de
Electric
(2013). Pero, aún con casi dos horas previstas para el show, los ingleses abordan
un repertorio variado de canciones que apenas incluye cuatro temas del reciente
álbum. Alejándose más del conceptualismo y abrazando la inmediatez del pop con
una intencionalidad mucho más marcada,
Super
-al igual que
Music Complete (2016)
de
New Order- condensa un afán por
retomar el dominio de la electrónica primigenia, pero procurando mantener un
pie en el presente o, al menos, evitando padecer la nostalgia de la adultez. El
secreto está en
Stuart Price,
productor de aquella oda a la cultura dance de
Madonna: “
Confessions on a
dance floor” y colaborador eventual de
Kylie
Minogue y
New Order. En
Price recae la responsabilidad de
rescatar a los
Pet Shop Boys del
modo “piloto automático” de sus últimos discos previos a
Electric. Super, de hecho,
mantiene
esa proyección revivalista, y es evidente la transición de pasado a presente
cuando, luego de rescatar a “
In The Night” de algún rincón perdido
de su discografía (el enganche es alucinante), suena “
Burn”, que es básicamente un destilado de Italo disco y pop
energético con reminiscencias al clásico sonido del dúo durante los 80s.
Está claro que el show preparado
por los Pet Shop Boys es, para esta
ocasión, un espectáculo apoyado primordialmente en la música. La ausencia de un
grupo coreográfico, y el aporte instrumental de tres músicos adicionales (Simon Tellier, Christina Hizon y Afrika
Green, en percusiones, teclados y voces) compensa esa premeditada falta de
teatralidad bastante habitual en las giras de los ingleses. En seguida, Tennant y Lowe se deshacen de sus respectivos cascos y suena la adictiva “Love is a bourgeois construct” –un
acercamiento marxista a las relaciones amorosas- y es imposible contener la
euforia y el impulso futbolero de los cánticos corales del final. Con la
intención de otorgarle cierto conceptualismo al show, la banda reparte su set
list en cuatro categorías distinguibles en nombres como “In the night”, “Sun”,
“Inside” y “Euphoric”. Así es como con “New
York City Boy” y “Se a Vida E”
ingresamos a la segunda parte del concierto, abordando hits de la época Bilingual (1996) y Nightlife (1999). También hay tiempo suficiente para las pequeñas
sorpresas como la relectura de “Love
comes quickly”, de su primer disco, cuya visión inevitable del amor conecta
con “Love etc”.
Es difícil subestimar la
proyección rítmica y corporal que el pop ejerce mediante la apelación al baile.
Aunque, en realidad, aquello no signifique necesariamente desestimar pulsiones
artísticas o, digamos, cerebrales a través de la música. Tal vez ese sea el
lema que
Tennant y
Lowe desarrollan con bastante soltura
en lo referente al Pop como estética y discurso. Procurando mantener siempre
una relación paralela con el arte en aspectos como el diseño conceptual de sus
giras –además del enfoque cinematográfico y vanguardista de sus vestuarios-, o
recibiendo el soporte de cineastas de culto en la dirección de algunos de sus
videoclips –el caso de
Derek Jarman,
director de
Caravaggio, para los
videos de “
It’s a sin” y “
Rent”-, el enfoque de los
Pet Shop Boys hacia la música bailable
adquiere no solo un tamiz de perspicacia con conceptos que rodean a asuntos
serios -políticos o filosóficos-, sino también un equilibrio intelectual que
eleva la sofisticación estética del pop hacia un estrato ajeno al convencionalismo
del género. Gran parte de aquello se debe a
Neil Tennant, quien personifica el modelo intelectual-homosexual a
través de líricas de una sagacidad que, sin caer en la demagogia, resultan muy
efectivas.
Con “The Dictator Decides” probamos ese instinto por desmarcarse de las
formas habituales del pop, abordando asuntos coyunturales desde la sátira. Más
adelante, con “Inside a Dream” de Electric, los genios del dance pop
ingresan a un nuevo tramo de su set. Incursionando en atmósferas Rave y líneas
de synth bass que repercuten con fuerza en el cuerpo, poco a poco el four to
the floor se ralentiza para fundirse en texturas más contemplativas. Esa
delgada línea divisoria entre el sueño y el delirio –reforzada con proyecciones
alucinatorias y humo denso- es el leitmotiv
de éste segmento. Chris Lowe, con
ese eterno semblante impasible detrás de sus teclados, emprende hacia un pasaje
etéreo con las texturas de los siguientes temas. Primero la melancólica Home and Dry, y luego The Enigma, escrito en memoria de Alan Turing.
Con “Euphoric”, el último tramo
del set, Tennant y Lowe quieren cerrar la noche invocando
abiertamente al éxtasis del baile a través de temas salpicados de colores
relucientes. Así, en “Vocal” resuena la nostalgia de las
fiestas Trance y la cultura dance que, con su anfetamínico crescendo en los
synths, logra amplificar el éxtasis del público porteño. Incluso la
escenografía adopta una estética memorable, con luces multicolores dentro de
globos gigantes y láseres que cubren, como un manto futurista, todo el
horizonte del público. El épico final va construyéndose con “The Sodom and Gomorrah show” mientras,
alrededor, un manto rojo de luces se entreteje sobre las miles de cabezas de la
multitud. Enseguida, los synths enérgicos de Lowe disparan la euforia de “It´s
a sin”, encumbrando un punto épico de la noche entre texturas gloriosas y
una conmoción entre nostálgica y liberadora. El mismo efecto logra “Left on my own devices”, un
favorito que, hoy, desprovisto de
orquesta y una base rítmica sólida, suena un tanto flácida y desmotivada. Sin embargo, parece pensada como preámbulo
para “Go West”, el triunfal final en
el que Tennant, aprovecha para presentar
a los músicos e implantar un cierre heroico a la noche del festival, en medio
de agradecimientos efusivos y luces resplandecientes.
Ya resignados a abandonar el
predio, en medio de una multitud todavía esperanzada por un encore, damos media vuelta al escuchar
reanimarse la bulla del público ante el regreso al escenario de los ingleses.
El grupo remata con Domino Dancing,
una gema synthpop de finales de los ochenta inmediatamente reconocida por
propios y extraños. Las remezclas y versiones extendidas que la banda ha
publicado en incontables discos y Eps, a lo largo de su trayectoria, hace pensar
en las horas que le harían falta a la noche para prolongar una supuesta fiesta
con el catálogo de los Pet Shop Boys.
Aquello, sin embargo, no está tan lejos de la realidad: Una invitación circula
por los grupos de fanáticos argentinos más acérrimos del dúo en Facebook. Una
fiesta post concierto en una residencia privada con música de los Pet Shop Boys hasta el amanecer. La
idea resulta tentadora, más aún después de haber quedado picado por los beats
infecciosos del dúo y la seguidilla de hits que arremeten al finalizar el show.
Con Always on my mind los británicos
cierran de manera definitiva su presentación en el Festival Bue, apelando a la
magnificencia y a la nostalgia, en partes iguales. Aquello, sin duda, es una
marca que queda vigente no solo en la memoria de los primeros discos de la
banda, sino además en los recientes Electric
y Super. Álbumes de una prolijidad
bien lograda que, si bien no buscan reintegrar a los Pet Shop Boys al pop de la presente década, conservan una capacidad
intuitiva por relucir con maestría las piezas esenciales de la canción pop. En
ese sentido, la de los Pet Shop Boys
se constituye en una presentación difícil de olvidar. Un cierre magistral para
un festival con variados matices en el plano emocional. El camino a casa no
puede conservar su deslucido y rutinario sentido original. La noche es húmeda y
el largo trayecto desde Villa Martelli a Congreso despierta un repaso mental de
los temas claves del show. Las imágenes filmadas en super 8 del videoclip de Vocal reaparecen en mi mente, y también
pervive una suerte de nostalgia musical que, de manera inaudita, sacude mi
concentración cuando el conductor del bus sintoniza una radio en la que, oh
sorpresa, suena Suburbia.