domingo, 10 de diciembre de 2023

Pulp en Argentina 2023

Para mí no habrá mejor disco en los 90s que Different Class, con el perdón de Loveless y Ok computer. Y quién sabe cuál es la tendencia ahora en la crítica revisionista, la verdad no me interesa. Pero ese disco de Pulp (junto a His N Hers y This is Hardcore), un grupo casi olvidado por las nuevas generaciones, es un disco que encarna como ninguno un tiempo transicional que se extiende hasta bien entrados los dosmiles, cuando el grupo decidió volver por primera vez, el 2012. Aquella vez me los perdí por poco. Había ansiado verlos desde entonces, temiendo siempre el encontrarme con una banda quizás más cansada, deslucida por el paso del tiempo o incomprendida a los ojos de lo nuevo. Sin embargo, ese no fue el caso. Jarvis conserva intacto ese dandismo pop letrado y erótico que lo caracterizó siempre. Pero, además, con un Movitar Arena repleto, se confirma que Pulp no es solo un sobreviviente airoso de los 90s, sino una especie de libro de relatos cortos que aun cautiva y precisa siempre una revisión constante.

La fiesta de “Disco 2000”, la épica “I Spy”, el regocijo indie de “Babies” y “Do You Remember The First Time”. No faltó ni un solo tema. Hasta hubo espacio para sorpresas como la estimulante y grandiosa “Bad Cover Version” que, creo yo, no era un hit recurrente en pasados setlists. La cinemática alla Scott Walker meets Serge Gainsbourg “This Is Hardcore” y, por supuesto, ese himno proletario por excelencia, esa invitación al descontrol absoluto que puso a todo el sector campo del Movistar a fundirse en un pogo de proporcione bíblicas: “Common People”. Sin duda, una noche inolvidable.





martes, 28 de julio de 2020

De Düsseldorf hacia el futuro: un viaje junto a Kraftwerk





Existe una concepción reduccionista sobre Kraftwerk, aquella que los define apenas por su condición robótica y deshumanizada. Y aunque ciertamente el hermetismo del grupo y su frivolidad premeditada parezcan remarcar aquello, en realidad es una percepción que no le hace mucha justicia al total de su obra. Kraftwerk, durante su vigencia, ha logrado conectar distintas corrientes artísticas, desde el experimentalismo cósmico del krautrock, hasta la vanguardia electrónica de Stockhausen. Y en ese trajín ha estado latente un componente que no siempre se ha sabido destacar: su sentido del humor. Desde sus devaneos pre electrónicos, hasta la conformación definitiva del discurso hombre-máquina, Kraftwerk logra diferenciarse de sus contemporáneos por incluir siempre un sentido irónico y desafiante en su lenguaje. Pero, por supuesto, aquello es apenas uno de los elementos que conforman a Kraftwerk.

Mucho antes de la configuración más conocida del grupo alemán (aquella que consiste en Ralf Hütter, Florian Schneider, Wolfgang Flür y Karl Bartos), Kraftwerk es apenas dos de sus miembros fundamentales: Ralf Hütter y Florian Schneider. Es ésta dupla la que define toda la primera etapa discográfica del grupo. Aquella que comienza con un proyecto primigenio llamado Organisation, y continua con “Kraftwerk” (1970), disco homónimo que establece su nombre oficial. En él, el dúo ya logra anticipar algunas de las pautas sonoras de su estilo.  “Ruckzuck”, por ejemplo, es la delimitación de un sonido basado en la repetición y el ritmo. Sostenido por una percusión marcada y el estacato de Florian Schneider en la flauta traversa, es un aviso anticipado de que el grupo, a diferencia del experimentalismo caótico de bandas como Amon Düül, está regido por un orden y un sentido establecido. “Kraftwerk 2” (1972), que también cuenta con la producción del destacado Conny Plank, profundiza aún más en el experimentalismo organizado de su primer disco. En “Strom”, por ejemplo, el uso experimental de la guitarra eléctrica es un hecho tan abstracto como inédito en un grupo que se precia por su obsesión electrónica.

Kraftwerk, no cabe duda, es un grupo pionero en el uso musical de la electricidad. Su concepción de la música electrónica argumenta, con mucha razón, que la amplificación de los instrumentos acústicos es, en sí, una forma ya aceptada de música eléctrica. Kraftwerk, sin embargo, lleva esta idea al extremo. Desde “Kraftwerk” (1970) hasta “Ralf & Hütter” (1973), los distintos procesamientos del sonido acústico, incluyen el uso de distorsiones, pedales fuzz, wah wahs, etc. Quizás sea el entorno industrial de Düsseldorf, su ciudad de origen; o un interés genuino por desarrollar las ideas de vanguardistas como Pierre Schaeffer y Karlheinz Stockhausen, lo que, para el dúo, termina por definir un vuelco definitivo hacia la electricidad como medio. Pero primero se debe establecer un centro de operaciones, un laboratorio sonoro que sirva como base estratégica para la fabricación de música. De esa manera es que nace Kling Klang, el estudio de grabación personal de Kraftwerk. Laboratorio donde sucede la composición y el registro en cinta magnética de sus discos más importantes.

Es a partir de aquello que Kraftwerk, en la mente de Ralf y Florian, comienza a ser concebida como una fábrica. Una suerte de edificación industrial con funciones designadas y obreros asalariados. Para ese fin, el diseño, la fabricación y la implementación de nuevos instrumentos son procesos indispensables que el grupo comienza a desarrollar. El experimentalismo va dando paso a la adopción de ideas concretas. Detrás, existe un interés por desarrollar lo que Hütter denomina industrielle volksmusik, o música folclórica industrial. Una noción que busca resonar con la esencia misma de la cultura alemana de postguerra. Una civilización moderna basada en el uso de la tecnología y en el uso de las máquinas. Hütter y Schneider estaban sentando las bases de una música esencialmente alemana, completamente ajena al predominio del rock anglo americano. En la portada de “Ralf & Hutter” puede anticiparse un quiebre definitivo entre el pasado experimental y su nueva estética germana. Un quiebre premeditado, pero nunca carente de un sentido de humor irónico en el fondo. Florian Schneider luce un traje elegante de los años treinta y un corte de pelo formal que, de cierta, forma, desafía al ideal estético del rockero contemporáneo.

Es con “Autobahn” (1974) que Kraftwerk logra materializar la Gesamtkunstwerk, la obra de arte absoluta. Apropiándose de un símbolo claro del ímpetu desarrollista alemán, el grupo aborda la autopista como una representación sonora y visual del tránsito entre el pasado y el futuro de la Alemania de post guerra. En ella se incorpora una visión nostálgica del país en plena era industrial. Una nostalgia extendida hacia los paisajes bucólicos en la región de Baviera.  Kraftwerk, que ya cuenta con Wolfgang Flür en sus filas, logra representar con maestría el tránsito motorizado, usando sonidos análogos de sintetizadores como el Minimoog, el ARP Odyssey y la Farfisa; además de la característica flauta traversa de Schneider y las prototípicos pads electrónicos patentados por Flür. “Autobahn” no solo representa un punto de quiebre en la historia de Kraftwerk, “Autobahn” representa la culminación de las inquietudes vanguardistas del siglo XX, y su cruce definitivo con la historia del pop. Es el albor, en materia musical, de casi todo lo posterior en el horizonte.   

Con la inclusión de Karl Bartos en 1975, se termina de definir la conformación más recordada del grupo. En adelante, además, Kraftwerk prescinde de la colaboración de Conny Plank como coproductor; haciendo que Hütter y Schneider asuman de manera oficial –y un tanto despótica- la dirección y producción del grupo. En ese escenario se publica “Radioactivity” (1975), un álbum que toma como su centro discursivo a las radiofrecuencias y a la contaminación nuclear. Es un disco que marca la senda hacia la adopción de un concepto central para cada disco en adelante. Si “Autobahn” todavía cuenta con algunos rastros dispersos de instrumentación convencional, en “Radioactivity” el grupo se vuelca totalmente al territorio electrónico. El ritmo pulsátil al iniciar el disco y los sintetizadores gélidos de “Radioactivity” marcan el tono de un álbum mucho más sombrío y minimalista que su predecesor. Es el presagio de toda una escena musical en las tinieblas industriales de Manchester, y es el sonido que artistas consagrados como Bowie y Eno están a punto de adoptar.
Con “Trans Europe Express” (1977) Kraftwerk redobla la apuesta. No solo abordan un concepto ambicioso y, de alguna manera, adelantado a los hechos históricos; sino que, además, lo hacen sembrando las semillas para la germinación de estilos nuevos como el Hip Hop o el Techno. Consientes o no de aquello, el grupo implementa el Synthanorma Sequencer, un secuenciador de 32 pasos y 16 canales que marca el salto definitivo hacía el pulso metronómico. Son los primeros esbozos del Synth pop y también el inicio anticipado de los ochentas. “Trans Europe Express” reflexiona, además, sobre la identidad detrás de los disfraces. El grupo está en plena transición de ser humano a hombre-máquina. Se preguntan si acaso es más auténtico el reflejo en el espejo que el ser delante de él. La formalidad y la pose sarcástica del grupo es desafiante. Son la contraposición absoluta al cliché del macho rockero. Una estética que explotan al máximo con el concepto detrás de “The Man Machine”, su álbum sucesor.  



Quizás en un futuro la imagen de Kraftwerk que más se recuerde y sobreviva al paso del tiempo sea la famosa portada de “The Man Machine” (1978). Sus rostros pálidos e inexpresivos, sus trajes rojos a la medida y la estética soviético-constructivista de fondo, es la postal definitiva del cuarteto y su ironía. El grupo juega con la idea de ser completamente suplantada por doppelgängers robóticos. La idea llega hasta el paroxismo en “The Robots”, la canción que abre “The Man Machine”. Éste es el disco más ajustado al concepto popular sobre Kraftwerk. Sin embargo, por contradictorio que parezca, el disco no parece disimular una faceta humana muy patente en algunas de sus canciones. “Neon Lights” es nostálgica. La voz de Hütter, cuando no está procesada por un Vocoder, suena conmovedora e imperfecta como la de un ser humano de carne y hueso. “The Model”, por otro lado, rebosa un instinto pop que es la escuela básica para el sonido de grupos como OMD o The Human League. La fórmula de estas bandas comienza a dar frutos durante el repliegue del impulso punk, a finales de los 70s, y se instala el sintetizador como el centro esencial de todo proyecto que se precie moderno.

A éstas alturas, Kraftwerk ya no se encuentra sólo en la primera línea. Otro productor de origen italiano, radicado en Alemania, es muy solicitado y comienza a definirse el futuro del pop en las pistas de baile. En Japón, un grupo llamado Yellow Magic Orchestra da luces nuevas sobre el uso aplicado de los sintetizadores en la música oriental. Kraftwerk, a estas alturas, ya no suena a destiempo. Están, de hecho, sincronizados al ritmo creativo de sus mejores alumnos. Con “Computer World” (1981) se cierra una seguidilla de discos esenciales en el desarrollo posterior del pop. Afrika Bambaataa samplea “Numbers” y “Trans Europe Express” concibiéndose, de esa forma, el inicio del Hip Hop.

Se cierra un ciclo en la discografía de Kraftwerk, pero su influencia más visible ya ha sido trazada. Cada uno de sus discos, por sí solos, son un sendero hacia distintas formas musicales nuevas. Al menos hasta “Computer World”, podría decirse que Kraftwerk goza de una vigencia invisible ante su propio tiempo. Como un espectro que está presente y ausente en todo. La escena que se despliega bajo su influencia hace gala de ideas mucho más frescas y grandilocuentes. La vigencia del synth pop, durante la primera mitad de los 80s, es imposible sin el precedente sentado por el cuarteto alemán. Aunque sus giras, durante la época, son una puesta en escena compleja y aparatosa de su trabajo en el estudio, son otros grupos más jóvenes los que logran imponer su éxito con mucha más facilidad. El merecido reconocimiento tarda unos años en llegar, mientras tanto el grupo publica “Electric Cafe” (1986) y “Tour De France Soundtracks” (2003). Son obras que aparecen a cuenta gotas y representan un paulatino desgaste creativo del grupo. El mito ya está instaurado. Los principales archivos revisionistas de la historia del rock apenas mencionan al grupo como una curiosidad rara de su época. Sin embargo, cada vez más va notándose el aporte indeleble que sus discos han tenido en el desarrollo de estilos variados como el House, el Techno y el Hip Hop. Kraftwerk, no cabe duda, es responsable de haber moldeado la segunda mitad del siglo XX con el uso musical de la electricidad y un sentido del humor disimulado. La muerte de Florian Schneider, el pasado 6 de mayo, representa una pérdida dolorosa de uno de los pilares fundacionales del grupo. La discreción en torno a su desaparición física es una extensión del lenguaje hermético que Kraftwerk ha logrado mantener hasta hoy. Sin embargo, Schneider fue un gran ser humano detrás del velo robótico. Un aficionado del ciclismo, un ambientalista, un visionario de la tecnología en la música y un diestro flautista. Paz en su tumba. 


martes, 28 de abril de 2020

Sobre "Introspective" de los Pet Shop Boys



Mi disco favorito de los Pet Shop Boys es, no cabe duda, “Introspective” (1988). Está a un paso de la elegancia melancólica de “Behaviour” (1990) y justo después de la magnífica pieza de Synth pop “Actually” (1987). Como obra uniforme y coherente, su formato tiene más semejanza con un compilado. Pero no un compilado a la manera de “Disco” (1990), que es un álbum que incluye remixes y un par de rarezas: sino, más bien, uno a la manera de “Electric” (lanzado muchísimos años después) que es un conjunto de composiciones dirigidas exclusivamente al club de baile. “Introspective” (1988) es, en todo caso, un disco destinado a una pista de baile. Pero no a una pista de baile pública, sino a una hogareña, íntima y solitaria. 

“Introspective” es, en esencia, una suerte de compilado con versiones de otros artistas, reinterpretaciones, versiones extendidas, y apenas un par de composiciones originales. Aquello no resta puntos al hecho de que sea una obra uniforme de principio a fin. Y el hecho de que el dúo lo incorpore en su discografía oficial no significa otra cosa que, en realidad, es un disco importante en su catálogo. El álbum fue lanzado en pleno pico de popularidad del grupo, poco antes de que Tennant y lowe se resignasen a la necesidad de realizar giras para presentar sus discos. Y es que es difícil imaginar a un dúo tan tímido y sobrio acompañar su música con solemnes puestas en escena en giras alrededor del mundo. Es obvio que su popularidad apremiaba giras y despliegues en escena que, quizás, es más fácil de imaginar en un grupo extrovertido como Depeche mode o, incluso, The Cure, pero no en un dúo como los Pet Shop Boys. En todo caso, si es válida la recomendación, conviene apreciar al dúo escuchando sus discos antes que viendo sus teatrales (y, a veces, absurdas) puestas en escena en vivo.

El baile y la introspección no parecen elementos afines. Sin embargo, Tennant y Lowe se las arreglan para combinar letras cargadas de una sutil ironía con ritmos que prefiguran el auge de la cultura dance y el house a principios de los 90s. No existe una canción que escape a la genial amalgama entre ritmo y perspicacia. “Left on my own devices”, con una fastuosa introducción orquestal, es un torrente de adrenalina rítmica contenida en arreglos solemnes de cuerdas y en la voz retraída de Neil Tennant. El famoso interludio confesional en el que Tennant debe decidir entre escribir un libro y subirse a un escenario (con menciones a Che Guevara y a Debussy) es, sin duda, uno de los momentos líricos más determinantes del disco.

“Introspective” mantiene un impulso rítmico adictivo gracias a los sintetizadores de Chris Lowe, quien brilla con notoriedad en los momentos más cercanos al House del álbum. “I want a dog”, por ejemplo, es un despliegue de synths y ritmos de club que contrastan con la necesidad de tener, aunque sea, una compañía perruna en la soledad de un departamento. Algo que solo puede esperarse de los Pet Shop Boys. Por otro lado, “Domino Dancing”, el single promocional del disco, es también un contraste entre las inseguridades amorosas de un personaje tímido y la sensualidad extrovertida de los ritmos latinos. Es apenas la primera parte del álbum y ya puede suponerse que el título del disco es un concepto cargado de la ironía típica del dúo inglés. “I’m not scared” es una canción escrita originalmente para la banda Eighth Wonder que el dúo decidió revisitar para “Introspective”. Es uno de los pasajes rítmicos más potentes del disco. Un acercamiento glorioso a esa especie de House orquestal y épico que es la marca del álbum. La voz de Tennant encarna un personaje femenino que se erige ante la insolencia masculina de una persona. Es, sin duda, uno de los momentos más cinematográficos de los Pet Shop Boys.

 “Always on my mind” es un cover de Elvis Presley que, aquí, adquiere una extensión electrónica aún más dirigida al baile que la presentada con anterioridad. En “It’s Alright”, el tema final del disco, el dúo reversiona una canción House de Sterling Void que habían escuchado en algún club. Los extensos minutos de cada uno de los tracks parecen querer demostrar que esto es, en esencia, un compilado de versiones 12 pulgadas. Un catálogo de maxisingles listo para girar en la tornamesa de algún DJ.

El humor es un componente esencial en los Pet Shop Boys. Un humor sutil y perspicaz que los distingue de cualquier afán comercial de otro grupo pop de la época. Las letras de Tennant parecen poseer una hiper conciencia adelantada sobre la futilidad de un significado profundo en la narración. Como si entendiera que su función no es imponer una abstracción sesuda y seria sobre las canciones. Su astucia es la manera en la que logra intercalar ideas simples con referencias oblicuas a la cultura popular y a la historia. Algo que, quizás, se puede extender a la concepción de su propia música. Y es que, en esencia, los Pet Shop Boys son el posmodernismo encarnado en sonido. Muy refinados para pasar como un grupo de pop desechable, muy kitsch para ser tomados en serio por la avanzada de la escena synth pop. Su sonido es un conglomerado de influencias que van desde el Italo disco hasta los musicales de Broadway, pasando por el techno y la obvia referencia a la cultura dance de los clubs gay europeos. Esa capacidad de combinar los descartable con la alta cultura es lo que hace de los Pet Shop Boys un dúo fundamental para entender la esencia misma del Pop. Rasgo manifiesto en estas seis canciones y en el extenso catálogo de singles y videoclips que el dúo tiene hasta la fecha.

  

jueves, 16 de abril de 2020

Sobre Altiplano Fusion Band y su disco "De Los Andes Al Mundo... Hijo Del Ande"



En los recuerdos más lúcidos de mi propia niñez se ubican ciertas imágenes de lugares que hoy ya no frecuento. También algunos olores y sonidos que, estoy seguro, poseen sus respectivas conexiones neuronales dentro mi memoria. En eso, por supuesto, no me distingo absolutamente de nadie. Yo, como cualquier otro, desconozco las implicaciones del inconsciente en la formación de mi propia realidad, y aun así puedo asegurar que existen lugares de la memoria que es preferible evitar. Sin embargo, con la música es todo muy diferente. La música es, entre muchas otras cosas, es una especie de puente hacia la imaginación de escenarios pasados, presentes y futuros. Un puente que es, en todo caso, mucho menos arriesgado de cruzar.

Todo esto para decir que ahora me encuentro escuchando “De los andes al mundo” del grupo boliviano Altiplano. Un disco publicado el año 1992. Cuando yo apenas tenía 5 o 6 años. Recalco “boliviano” para evitar confusiones con agrupaciones folclóricas con el mismo nombre provenientes de otros países. En todo caso, el nombre correcto es Altiplano Fusion Band, y es evidente que no se trata tan solo de una banda folclórica, sino que, además, su música absorbe influencias de distintas vertientes, como el jazz y el rock. Rasgo menos evidente en sus primeros trabajos discográficos previos a “De los andes al mundo”. Para 1992 y 1993, la banda gozaba de una popularidad que iba cada vez más en ascenso. En ese sentido, no es ninguna sorpresa que, por ejemplo, una copia de ése disco haya ido a parar a mi casa durante aquel tiempo. De hecho, junto a álbumes de Khonlaya, Boliviamanta, Luzmila Carpio o Wara, constituían una especie de respuesta en clave erudita al incipiente neo folcklore dominado por los Kjarkas a mediados de los noventa. Sumemos que artistas como Bonny Alberto Terán, o agrupaciones más enraizadas en la música andina del norte de potosí, como la Comunidad Markasata, eran muy aceptadas en las familias bolivianas de clase media y más o menos podemos vislumbrar cuál era el estado de la sociedad y su consumo cultural durante aquel periodo.  

Pero mi intención no es adentrarme en inquisiciones sociológicas. Altiplano –y particularmente éste disco- es un álbum que despierta muchos recuerdos de mi niñez. Memorias que asocio a mi primera casa y a su pequeño patio de cemento. A mis primeros viajes hacia la ciudad de La Paz. Y, sobre todo, a mi fascinación por aquella ciudad. 


Si bien Altiplano es una agrupación que ha ido cambiando de miembros constantemente, al punto de desconocer, personalmente, quiénes lo conforman hoy en día; el miembro más estable y su principal compositor es Edgar Bustillo Orihuela. El resto de los músicos, sin embargo, no son menos importantes. La herencia jazzera es manifiesta en los arreglos a cargo de músicos de academia, como Álvaro Montenegro, José Luís Morales o Victor Hugo Guzmán, quienes se explayan en ideas muy precisas a lo largo del disco. En ese sentido, el tema instrumental “Sol y Luna” es un muestrario de la capacidad grupal por encauzar su herencia jazzera hacia un terreno más cercano al folclore tradicional. Una especie de taquirari con zamponas en el que un elegante arreglo de saxofón, a cargo de Álvaro Montenegro, se disuelve con mucha discreción en momentos esporádicos de la canción. Por otra parte, “Ciudad del alma” y “Caminante de la vida” representan un costado menos volátil y más concreto. Ambas canciones, que además de estar acompañadas de un videoclip respectivo, fueron las puntas de lanza en la promoción del disco. “Ciudad del alma”, por un lado, es hasta hoy una de los retratos más entrañables sobre la ciudad de La Paz. Colorida, percusiva, y abrupta como su geografía misma. “Caminante de la vida”, por otro lado, es más un retrato poético sobre el personaje vivo de aquel lugar. El indígena que habita los márgenes de la urbe y conserva una amargura perene en su caminar. El mismo motivo puede rastrearse en “Hijo del ande”, un impecable arquetipo del folclore fusión boliviano, además de una reivindicación de la cultura ancestral en tiempos de la modernidad latente durante los noventas de Goni. “El beniano” es otro taquirari/fusión instrumental en el que la banda da rienda suelta a su capacidad virtuosa. En “El toba, querrero del sol”, otra canción netamente instrumental, se aprecian interludios jazzeros que contrastan con un ritmo saltarín y, hasta rockero, en el pulso de la batería. Uno de los momentos que más aprecio es, sin duda, el dedicado a la infaltable cueca del disco. “Cueca del olvido”, una de las composiciones más entrañables de Edgar Bustillos, es una sencilla estructura de cueca que evoca, en la cálida voz de Pablo López, a ese amor perdido que deja un sentir lastimero. El cierre del disco con “Dulce alborada” es, en contraposición, una alegre comparsa carnavalesca que evoca las fiestas en las comunidades campesinas de Bolivia. Una zamponada radiante y optimista que se va fundiendo de a poco en el silencio.

“De los andes al mundo” es, sin duda, uno de los discos que más suelo asociar con mi memoria musical más temprana. Y es, por tanto, imposible objetivar sobre su importancia desde un terreno más crítico. Es así que, al revisar documentos visuales de la banda en YouTube para acompañar esta escritura, se hace imposible rectificar cualquier exageración. Un video muestra al grupo en una suerte de Live at Pompeii andino, con la banda tocando “Aguas Sagradas” a orillas del Lago Titicaca. Las tomas del grupo tocando sobre una embarcación rodeada de botes de totora son, simplemente, impresionantes. El efecto poético que logran es, a mi criterio, más emotivo que, por ejemplo, el de los Jaivas en Machu Picchu. Aunque es probable que esté pecando de chauvinista con mi comentario. En todo caso, si se quiere apreciar a Altiplano en vivo, conviene mirar las presentaciones de la banda en un entorno más realista. En el videoclip de “Ciudad del alma”, por ejemplo, se aprecia el tipo de ambiente en el que el grupo solía presentarse. Un escenario nocturno y bohemio, con gente boliviana y extranjera bailando al ritmo del folclore boliviano. De fondo, una whipala con el nombre de la banda bordeada en ella.   

sábado, 11 de abril de 2020

Algunas consideraciones sobre Echo And The Bunnymen a partir de Porcupine


¿Cuántos años tenía yo cuanto salió este disco? Ninguno. Es obvio que pertenezco a esa generación que descubrió a sus ídolos cuando éstos ya estaban rumbo a su jubilación o en la inevitable decadencia. En todo caso, me apetece hablar de éste disco, no porque lo considere el mejor de su discografía (ese es, sin duda, un mérito que le otorgo a “Heaven Up Here”) o porque me haya transformado la vida de alguna manera; quiero hablar de “Porcupine” porque es, en primer lugar, un disco que poseo de forma física. Y eso es, sin duda, una razón de peso para que yo pueda animarme a comentar sobre él. Como si el valor económico invertido en aquel capital cultural fuera una especie de tarjeta de habilitación para brindar mi opinión. O como si poseer un disco fuera el pretexto necesario para escribir al respecto.

Como sea. “Porcupine” no es mi disco favorito. Y tampoco podría afirmar que Echo & The Bunnymen sea, de hecho, una de mis bandas preferidas. Eso sí, puedo decir que conozco a la banda gracias a una reseña en una revista argentina hoy desaparecida. Una revista (o una página, en realidad) que debió estar vigente hasta el año 2004 o 2005. En ese tiempo, los blogs y las páginas de reseñas musicales eran los sitios que más frecuentaba. Leí sobre esta banda de Liverpool que acababa de sacar un disco llamado “Siberia”. Que ellos eran una banda importante durante los ochentas dentro de la escena del post punk. Que su mayor hit había sido una canción llamada “The Killing Moon”, la cual había logrado un segundo pico de popularidad gracias a haber aparecido en el soundtrack de la película Donnie Darko (2001). Recuerdo que aquella curiosidad por la banda me llevó a descargarme dos canciones: la necesaria “The Killing Moon” y “Crocodiles”. Ésta última –una frenética canción guitarrera de su primer disco- me sonaba bastante a esas bandas que, por aquel entonces, estaban muy de moda dentro de la escena indie. Desde Bloc Party hasta Interpol.

El hecho es que, un día, me topé con una versión pirata de “Siberia”. Una triste edición colombiana de aquellas que, por un lado de la revista, tenía la portada original y, por el otro, una fotografía de, digamos, Coldplay. El disco no me sonaba para nada a “Crocodiles”. Aquel furioso vértigo que me atraía por su inexacta definición entre el punk y rock melódico, ahora parecía más un disco tardío de alguna banda ignota de britpop. Sin duda aquello me decepcionó un poco, aunque finalmente el disco terminó gustándome. De hecho, hoy pienso que “Siberia” es el último gran disco que han podido sacar antes de haber caído, de manera inevitable, en la repetición y en ese afán nostálgico de revisar lo más relevante de su propio catálogo.

Unos años después descubrí “Heaven Up Here”. Su disco más oscuro y, digamos, más fiel a los atributos del post punk. Cada miembro de la banda parece sonar al límite de sus capacidades técnicas y expresivas en éste disco. Incluso las letras de Ian McCulloch están todavía lejos de reflejar el optimismo y la luminosidad de futuros trabajos. Acá la opresión sonora y la precisión rítmica se perciben con gran estruendo. La batería de De Freitas está en su nivel más elevado de destreza y rigidez. Lo mismo el bajo de Les Pattinson. Esa contraposición entre las melodías del bajo y el minimalismo en la guitarra de Will Sergeant es fenomenal. No hay otra forma de reflejarlo en palabras. Quizás he perdido la capacidad de expresarme sobre la música. Empecé este texto con la intención de hablar sobre “Porcupine”, el disco posterior a “Heaven Up Here”, y terminé estancado en descripciones innecesarias sobre el que es, en realidad, mi disco favorito de Echo & The bunnymen.

En todo caso, hay un tema que sí anticipa un poco el sonido que la banda estaba por emprender en “Porcupine”.  Esa canción es la luminosa “A Promise”. Sus cambios melódicos y esa manera particular de McCulloch de entonar en los coros es un presagio de canciones como “The Cutter” o “’Heads will roll”. Y es, justamente, gracias a una de esas canciones, “The Cutter”, que una vez me obsesioné con redescubrir a la banda a través de sus discos fundamentales. Ciertamente, “Porcupine”, puede ser considerado un punto medio ente la oscuridad de “Heaven Up Here” y “Ocean Rain”, un disco en el que la luminosidad es tan patente tanto en la voz de Mcculoch, como en los arreglos orquestales de varias de sus canciones.  “Porcupine”, aunque a simple vista no parezca poseer momentos más destacables que “’The Cutter” y “The Back of Love”, ofrece pasajes que asemejan un viaje psicodélico por sonidos exóticos y arreglos musicales de origen oriental bastante insólitos para la época. Aún más destacable es el hecho de que la banda no cae en la arrogancia paternalista al momento de acercarse a sonoridades de otras culturas y, más bien, logra compaginar perfectamente su herencia punk con arreglos de cuerdas de linaje oriental. Algo que quizás hoy podría ser una jugada arriesgada para muchas bandas. Por otra parte, aunque “Ripeness” parece un descarte de “Heaven up Here”, vemos cómo la guitarra posee en éste disco un tratamiento más grandilocuente. Un aditamento de efectos más notorio que en su disco predecesor. El álbum suena más reverberante en varios aspectos, como si la banda hubiera buscado desprenderse de la rigidez de su disco anterior.  

No hay mucho más que pueda decir al respecto. “Porcupine”, en ese equilibrio entre los extremos bien diferenciados de su temprana discografía, puede considerarse un buen álbum para adentrarse en la música de los Bunnymen. Al menos “The Cutter”, la canción inaugural del disco, es una muestra de su variedad estilística y su capacidad de construir piezas épicas con sorprendente simpleza. Bastaría con escucharla para entender por qué es que los Bunnymen importan más que sus eternos rivales U2.

martes, 19 de septiembre de 2017

Bailar y llorar: LCD Soundsystem – American Dream (2017)


Hay algo que cualquier oyente de LCD Soundsystem debe intuir: su música no es solamente un cúmulo casual de referencias, o un pastiche de rarezas musicales halladas por un crate digger. No. Lo que James Murphy y compañía hacen -como ya se dijo en distintas publicaciones- no es otra cosa que música sobre la música. Pero no música sobre el proceso de hacer música, sino sobre las ideas en torno a ella: el gesto referencial como un acto inherente de la creación, la cita contextual llevada a cabo desde una postura cool y con muy poco disimulo. Al menos eso aprendimos de los neoyorquinos hasta su inexplicable separación en 2011.

Con una fastuosa despedida en el Madison Square Garden, la banda parecía cerrar un circulo perfecto que en su recorrido ya había logrado no sólo la cosecha de discos cargados de una energía tan corporal como cerebral, sino además el consentimiento absoluto de la crítica musical. Sin embargo, con el anuncio oficial de su retorno en los principales festivales anuales -y con la publicación oficial de “American Dream”, su más reciente trabajo discográfico- LCD Soundsystem remarca el paso vertiginoso del tiempo y el contexto que, musicalmente, diferencia a una determinada época de otra.

Y es que, estéticamente, “American Dream” no se distingue en absoluto de trabajos previos -ese gusto obsesivo por el ritmo que bebe tanto del funk mutante de Liquid Liquid, como de las texturas sintéticas alla Brian Eno- Sin embargo, aquel aspecto solo reafirma un estilo particular en el trabajo de Murphy que, cinco años después, no siente la urgencia de encontrar resonancias con el tiempo presente. La consciencia sobre aquello es algo que rodea al disco y que se reafirma desde letras que exhiben el irremediable paso de los años. “Tonite”, el más reciente single, es como una voz auto consciente en plena crisis propia de una adultez apartada de los años de gloria. “American Dream”, la canción, retrata aquellas marcas del tiempo sobre el rostro que uno, de forma súbita, encuentra frente al espejo del tocador una mañana de domingo. “Other Voices” menciona a una mente llena de cartas jamás escritas a amigos lejanos. En ese sentido, el retorno de LCD Soundsystem puede tratarse de un esfuerzo ineludible por pasar el tiempo de la adultez huyéndole al vértigo de la jubilación.



Murphy, en todo caso, está lejos de considerarse un vejestorio, artísticamente o físicamente. Y es por aquello que las reflexiones constantes sobre el asunto sean, en el disco, un tanto extenuantes. Sin embargo, más allá de lo lírico, ¿cabría esperar un giro musical mucho más arriesgado que la comodidad hallada en la auto repetición? ¿es aquello algo con lo que uno debería estar agradecido? Depende del grado de compenetración propia y el gusto hacia el sonido particular logrado por la banda. Murphy, más allá de su rol de compositor, puede jactarse de ser un productor muy respetado y requerido por una lista variada de artistas (Arcade Fire, Jarvis Cocker y el propio David Bowie) “American Dream”, en ese sentido, exhibe un rasgo particular en las producciones de Murphy que es la construcción ascendente y gradual de la canción. Sumando, de a poco, elementos rítmicos para explotar luego en un festín de sintetizadores y percusiones épicas. “How Dou You Sleep?”, el tema medular del disco, es un ejemplo de aquella estructuración.

El disco no pretende revivir el legado de la banda ni su relevancia durante la década pasada. Atrás quedó el espíritu del tiempo marcado a fuego por la autocrítica hípster de “Loosing my Edge”, o el retrato generacional glorioso de “All My Friends”. Las personas que hace 10 años encontraban en estas canciones una especie de representación triunfal de su tiempo musical -el auge del indie que va desde de The Strokes hasta los coqueteos con el synthpop de Arcade Fire en Sprawl II-, y el miedo a ser superado por nuevas tendencias, ahora están seguramente acomodados en una familia y en un trabajo seguro, con distintas preocupaciones y mejores salarios. “American Dream” tiene un sabor melancólico alusivo no sólo a aquel tiempo pasado -el parentesco de muchas canciones con otras de “This is Happening”- sino además a un aura fantasmagórica talvez relacionada con la muerte de David Bowie, Alan Vega y Leonard Cohen (figuras muy influyentes en el trabajo de Murphy). Canciones como “Oh Baby” o “Black Screen” son, en ese sentido, referencias directas a Vega y a Bowie. “Change Yr Mind”, de igual forma, contiene alusiones sonoras que apuntan a la dupla Bowie/Fripp de Scary Monsters -las guitarras angulares y punzantes del alma máter de King Crimson- Pero además resaltan detalles lejos de lo evidente, como la invocación a Michael Karoli en las guitarras de “I Used To”, o la de Will Sergeant en la post punk “Emotional Haircut”.

James Murphy y compañía no solo son conscientes de ser unos saqueadores impúdicos de aquel segmento más arty de la historia del rock, sino además que no se preocupan por disimular la fuente de sus recursos estilísticos. “American Dream” conserva las mismas obsesiones musicales que hacen de LCD Soundsystem una banda imprescindible, aunque parezca que, para esta ocasión, hayan preferido suplantar ese impulso irresistible hacia las pistas de baile por un sentimiento más bien contemplativo y melancólico sobre la madurez. La resignación del personaje de “Loosing my Edge”, quien finalmente acepta ya no ser el tipo más cool y relevante entre las nuevas generaciones. Una continuación excitante pero menos triunfal, o la prolongación de un final que, hace unos años, parecía demasiado perfecto para ser real.



                

miércoles, 18 de enero de 2017

En la fiesta que te prometí: crónica del Festival Bue 2016



Hora pico en la avenida Santa Fe de Buenos Aires. Acomodado en un asiento individual, confirmo que éste es, entre todas las opciones disponibles, el ómnibus correcto. Cada cierto tiempo, en distintas paradas, un grupo nuevo de hipsters va subiendo al transporte, ratificando así un destino bastante obvio: el Festival Bue. Por ahora, mi única preocupación es lograr llegar temprano a Tecnópolis, la megamuestra de ciencia y tecnología, ubicada en el barrio de Villa Martelli, al noroeste de la ciudad, hoy, escenario del festival. Pero, por más que el conductor del bus hace el mejor esfuerzo por esquivar los atascamientos de las calles céntricas de Buenos Aires, realizando desvíos imprevistos –algo tan usual en Cochabamba-, y acelerando en rutas expeditas, el recorrido de más de un hora de duración, casi hace que pierda toda la parte inicial del evento.

Lo que sigue a continuación es un boceto acerca de una experiencia particular, una crónica que no necesariamente se ajusta al rigor periodístico. Por otro lado, tampoco pretende ser un relato pormenorizado en el plano emocional, asumiendo que, de manera inevitable, un festival musical, cuya cartelera incluye a Iggy Pop, Pet Shop Boys, Wilco, The Flaming Lips, entre sus más destacados participantes, es capaz de despertar estados emocionales que no precisan ser detallados con mucho ahínco. Si bien la prioridad mía es equilibrar la subjetividad de la experiencia musical –el goce- con la valoración general del evento, algunos episodios y anécdotas circunstanciales pueden, finalmente, ser obviados o asumidas como inherentes a la experiencia. Así, el descuido de perder el celular en pleno pogo de Lust for life, el lograr intercambiar unas palabras con Ariel Minimal de Pez, el peligro de morir deshidratado, arrastrado por una marea de gente mientras suena Mass production; el ver a Pete Doherty mezclando entre la gente disfrutando del show de Toots and the Maytals, o el terminar completamente exhausto y empapado de sudor, con la polera hecha jirones, y sin tener la más mínima idea de cómo retornar a casa a las 2 de la madrugada, son, entre otras experiencias, algo que el lector puede asumir anticipadamente.  
      
Luego de 10 años de permanecer en modo stand by, la presente edición del Festival Bue marca un retorno triunfal a la grilla de festivales anuales en Buenos Aires. Manteniendo la diversidad de géneros musicales como su principal estandarte, el festival ha contado en pasadas versiones con un lineup que incluía, entre sus más destacados números, a artistas como: Patti Smith, Beastie Boys, The Strokes, Elvis Costello, M.I.A., Dizzee Rascal, Daft Punk, etc.  Este año, además de los platos fuertes con Iggy Pop y los Pet Shop Boys, la organización ha anunciado el retorno de los norteamericanos de The Flaming Lips y los ingleses de The Libertines; además de Wilco, quienes desembarcan por primera vez en territorio argentino. Otra de las sorpresas tiene que ver con la participación de Toots and the Maytals, referentes esenciales del reggae y el ska jamaiquino; o la de los colombianos de Bomba Estéreo y la rapera española Mala Rodríguez. Finalmente, para completar la cartelera, y jugando como locales, los platenses de Él mató a un policía motorizado, Juana Molina, Miss Bolivia y Mi amigo invencible.

Al ser éste un evento patrocinado por una cerveza, la restricción de entrada a menores de edad se hace evidente al recorrer de extremo a extremo la explanada de Tecnópolis. Aquí, a diferencia del Lollapalooza, no se observan niños con sus padres, ni lugares de recreación familiar; en su lugar, hay puestos de distribución de cerveza (casi el equivalente a 50 Bs el vaso, un verdadero asalto a mano armada) y promotoras de una marca de cigarrillos ofreciendo puchos por doquier. Por otra parte, y salvo con el debido cuidado de resguardar bien la botella de agua metida de contrabando, no existe la necesidad de ir por mayores implementos de supervivencia. Además, de todas formas, las filas en el sector de comidas son ridículamente largas y resulta inútil siquiera pensar en clavarse un choripán. La mejor alternativa, si acaso también se descarta la idea de socializar un poco, es encontrar un buen lugar para cada show.    



Algo se hace muy evidente al ver en escala real el folleto con el mapa del lugar y la lista de bandas: es imposible abarcarlo todo. Si bien hay un orden lógico entre los horarios y las bandas relevantes dentro del festival; el engañoso lineup queda reducido a una lista básica de bandas esenciales por ver. Es en ese sentido que la extensión de éstos textos se limiten a reflejar apenas lo más primordial del cronograma; evitando extenderse hacia bandas que, por la irremediable imposibilidad de alcanzar a verlas, o, directamente, por una falta de méritos para dejar una impresión necesaria, han tenido que ser obviadas. Merece, sin embargo, una mención especial el caso de Toots and the maytals, cuyo show -una celebración espiritual en clave reggae- reúne a skinheads y rastas de toda índole en un evento destinado a clausurar la primera jornada del Bue. Lastimosamente, el desgaste físico y emocional posterior a Iggy Pop, obliga a ahuecar el ala antes de tiempo, denegándome la posibilidad de tener una opinión valedera al respecto. The Libertines, por otro lado, no amerita un desarrollo interesante. Su setlist se queda a medio camino entre un repaso flojo y monótono de sus temas, y un lamentable jam de una banda principiante. Salvando  el romanticismo etílico de “Can´t Stand Me Now”, la mayor parte del show transcurre lánguidamente, emitiendo muy pocas escenas memorables con respecto a otros números de la jugosa cartelera.

DÍA 1

El mató a un policía motorizado


Lo primero que llama la atención es la magnitud del escenario principal. Un armazón gigantesco que enaltece al máximo el bajo perfil de los platenses. En seguida, como un mantra de distorsión, los primeros acordes de “Nuevos Discos” inauguran un set equilibrado entre temas viejos esenciales, y temas recientes. Quizás el entorno ideal para El mató a un policía motorizado sean los recintos medianos, la intimidad de un local cerrado donde los límites entre músico y espectador sean indistinguibles. Sin embargo, conforme van sonando los temas, vemos que el despliegue ritualista de los platenses aún encuentra espacio en entornos tan expuestos como éste.

En realidad, parte de aquel instinto celebratorio adosado al perfil de la banda, tiene que ver con el sonido propulsivo y jubiloso de sus guitarras. El impulso ruidistico de “Chica Rutera”, o el indie elemental de “Amigo Piedra”, por ejemplo. La banda amortigua su set con repasos obligados a “Violencia”, su más reciente Ep, que básicamente mantiene la fórmula de su sonido rock minimalista, sin muchas mayores sorpresas que un evidente retroceso en el manejo de sus líricas. “Mujeres bellas y fuertes”, a continuación, enciende a los más fanáticos que de a poco van agrupándose en la parte delantera del lugar. Luego, el ruido contagioso  de The Weeding Present resuena en “Sábado”, incitando al que quizás sea el primer pogo del festival.

Ya en órbita con el ritmo ambivalente de Él Mató –esa facilidad con la que la banda pasa del ruido hipnótico y repetitivo al desbarajuste punk- emprendemos hacía la delicadeza melancólica de “Más o menos bien”, y nuevamente al tribalismo post punk de “Yoni B”, reanimando a las hordas ávidas de pogo. El set corto de la banda cumple, con evidencia, una función de precalentamiento para la primera noche del festival. Santiago Motorizado apenas musita un agradecimiento tímido entre tema y tema, dejando que la música sea el conductor primario entre la banda y los espectadores. Después de todo, este es un partido jugado de local, y, de hecho, la familiaridad es un sentimiento muy perceptible en el ambiente. Incluso entre desconocidos. Temas como “Chica de oro”, o el himno generacional “Mi próximo movimiento” funcionan como episodios ceremoniales donde la fiesta y la fraternidad danzan en una especie de escenario pre apocalíptico. 

Él mató, el bastión del sello Laptra, es quizás la pieza más conocida del rock independiente platense de los últimos años. Congregando alrededor suyo un séquito de bandas afines a una estética particular, los platenses retoman el primitivismo y el impulso más básico del rock de bandas como The Velvet Underground, Galaxie 500 o The Jesus and Mary Chain. El paso de Él mató por el escenario principal contagia una energía propulsiva fugaz que, luego de una hora, finaliza con la celebración demoledora de “Chica Rutera”, dejando a más de uno extraviado en una corriente de pop noise y canticos futboleros que se van desvaneciendo lentamente. Los platenses abandonan el escenario sin exhibirse heroicos ni vencidos. Hay una impresión de que la banda asume esto como un muestrario limitado de su contenido. Un resumen que se reserva lo mejor para la intimidad de un show propio. Aun así, ésta sigue siendo la forma más eficaz de inaugurar el recorrido por un festival.  

   
Iggy Pop




Ante el irremediable vacío generado por los decesos de Bowie, a principios de año, y Lou Reed, el 2013, el consuelo –aquella urgencia ante el paso del tiempo por lograr ver, aunque sea una sola vez, a nuestros ídolos sobre el escenario- recae en uno de los restantes vértices de aquel denominado “triángulo sagrado”: Iggy Pop. Post Pop Depression (2016) llega a tiempo para redimir a un artista cuyas recientes incursiones en el jazz o la Chanson Française no hacían mucho por conservar su estatus de leyenda. De cualquier modo -ya lo anunciaba en una entrevista a medios argentinos- su paso por el Festival Bue sería un repaso extendido por su discografía, más no un concierto de promoción para su reciente álbum. Dicho y hecho, promediando las 23:15, la primera noche del festival porteño veía asomar la figura reptiliana de Iggy Pop, dando brincos con paso dislocado rumbo el escenario  y anticipando un setlist compuesto, en su mayoría, por temas de The Stooges y la dupla The Idiot/Lust for life.

Un índice de letalidad peligrosamente elevado es el que alcanza la seguidilla mortal de I wanna be your dog/The Passenger/Lust for life, al iniciar el show. Basta un riff inicial para desatar el caos en un público que no tiene más remedio que debatirse a empujones entre el desborde de adrenalina y la supervivencia. Más de 15000 personas reunidas en Tecnópolis concurren al Outdoor Stage para recibir al loco de Detroit, y ciertamente las expectativas no eran escasas. Después de un año cargado de revisiones honoríficas en torno al legado de Iggy y The Stooges –un libro extenso sobre su historia editado por Third Man Records, además de un documental dirigido por Jim Jarmusch- todas las miradas parecen apuntar hoy hacia James Newell Osterberg. Luciendo una musculatura visiblemente tocada por el paso del tiempo, Iggy pasea su torso desnudo con altivez por el escenario mientras suena “Five Foot One” y “Sixteen”. Luego, un repaso por lo más olvidable de su etapa reciente con “Skull ring”  y el Bo Diddley beat del clásico “1969”, para retomar el descontrol a fuerza de fuzz y wah. La ovación es absoluta. En algún momento, Iggy quiere encarar los rostros de la anarquía en las primeras filas: un amasijo de cuerpos destilando sudor y cerveza. Pide a los técnicos encender los reflectores hacia el público y observa la marea adoptando una pose entre heroica y grotesca; como un dios semidesnudo en la cima del olimpo. Ahora es tiempo de ofrecer un repaso por aquel semillero del post punk llamado The Idiot que, con Sister Midnight, suponía una vindicación justa y necesaria hacia aquel periodo junto a Bowie que constituye un preámbulo a su Trilogía de Berlín. Mientras tanto, una ligera llovizna rocía de frescura la multitud acalorada. Enseguida viene Real Wild Child y el cabaret noir de Nightclubbing, donde una silla en medio del escenario es todo lo que Iggy precisa para desarrollar una especie de coreografía degradante: Canta sentado, tira la silla a un lado, juega con el micrófono.  El espectáculo apenas alcanza el medio tiempo con Some Weird Sin y la impresionante Mass production, una factoría de ruidos y loops industriales hipnóticos con la que Iggy y su banda amagan una falsa despedida del escenario.  

Alguien familiarizado con los shows de Iggy Pop (al menos con los disponibles en Youtube) sabe que, invariablemente, hay un momento en el que la iguana decide invitar al público a acompañarlo sobre el escenario. La situación, como siempre, termina saliéndose de control y, por supuesto, Buenos Aires no podía quedar exenta del desmadre rutinario. Casi al finalizar la machacante Repo man, las tres personas afortunadas sobre el escenario se convierten en 30 en cuestión de segundos. Tienen que intervenir varios agentes de seguridad para proteger a Iggy de la torpeza de sus fans pero, finalmente, luego de varios minutos de anarquía, logran expulsar de a uno a la turba desquiciada del escenario. Peor aún, el ruido y la furia de Search and Destroy no hacen mucho por recobrar la calma. En cambio, Gardenia, la primera y única visita al nuevo disco durante toda la noche, logra finalmente apaciguar el éxtasis de la multitud.



Estamos ante quien podría ser considerado el mejor frontman que un grupo haya logrado tener. Un grupo que, además, es precursor de varios atributos que el punk adoptaría muchos años después. Un escultor del exceso, o un adorable histrión pasado de rosca. A partir de ese momento, el setlist se enfoca en The Stooges, la legendaria banda junto a los hermanos Asheton. “Down on the street” y “Loose”, ambos temas de Fun house (1970) que muestran a un Iggy Pop visiblemente agotado y con dificultades a la hora de llegar a las notas demasiado elevadas. El predominio de los riffs anfetamínicos continua con el rock salvaje de “Raw Power”, luego el himno ilegítimo del punk “No fun” para finiquitar una noche que ya comienza a castigar con una ventisca helada sobre la explanada de Tecnópolis. “Fucking goodnight”, se despide la iguana, antes de llamar a la banda para un último tema. “Candy”, lo más cercano a un hit que tuvo Pop durante el inicio de los 90s. Antes, un gentil saludo y la presentación protocolar de cada uno de los músicos en escena: Kevin Armstrong, antiguo colaborador de Iggy en los 80s, en guitarra; Matt Hector en la batería, Ben Ellis en el bajo y Seamus Beaghen en los teclados. Rozando los 70 años, Iggy Pop conserva un carisma radiante y una capacidad sorprendente por otorgar un show enérgico y salvaje de principio a fin. Ya sea diseminando las semillas del punk con un Blues eléctrico brutal junto a The Stooges, o reinventándose en la acera vanguardista bajo el amparo redentor de Bowie, Iggy ha logrado darse modos para mantener cierta autoridad en el rubro, aunque el secreto, en realidad, sea simplemente actuar como él mismo. El Cheetah con el corazón de napalm, o el hijo fugitivo de la bomba nuclear. The one who searches and destroys.


DÍA 2

Wilco




La vieja jazzmaster que Nils Cline ejecuta durante el sólo de  “Imposible Germany”, revela más de lo que sus grietas descoloridas y su dulce sonido aparentan. Wilco, al igual que la Fender desvencijada, ostenta una vida que no opone resistencia a la decoloración natural, o al menos no busca disimular con capas de pintura el desgaste de su juventud. Schmilco (2016) es quizás la mejor prueba de aquello. Premeditadamente intimista y reflexivo, el disco más reciente de los de Chicago está lejos de las inquietudes experimentales de sus primeros años como banda “madura”. Pero hay más. Aquella espiral creciente de éxtasis y psicodelia –la herencia de Television y The Greateful Dead, desde luego- suena como el resumen de una etapa. O, mejor, como el final de una etapa que va desde los años junto a Jay Bennet – la mente obsesiva detrás de Wilco en su paso de banda alt country hacia folk vanguardista-, hasta el despido de éste y su posterior muerte el año 2009. Es alrededor de aquella época –ya con Cline haciendo de contrapunto ruidista en la banda- que Wilco fue asumiendo su propia edad a través de discos más austeros e introvertidos. Y es con “Imposible Germany”, precisamente, que la banda toca un nervio emocional muy significativo en medio de su primer recital en Argentina.

El escenario asignado a la banda consiste en un galpón cerrado con bastante reverberación interna. Aun así, la dinámica instrumental del grupo suena bastante inteligible, y no resulta una verdadera molestia para el espectador. Wilco, fiel a una especie de instinto autosabotador,  disfruta exhibir su brazo ruidista y caótico en momentos determinados del concierto. Así, la anarquía abrupta en “Vía Chicago”, o el desorden calculado al medio de la melancólica “Misundestood”, son disparadores de reacciones en el público que, pensándolo bien, parecen guionizadas o estructuradas con antelación.
Vistiendo un sombrero texano, y exhibiendo un vello facial descuidado que no logra ocultar una evidente sonrisa en su rostro, Jeff Tweedy agacha la cabeza repetidas veces en señal de agradecimiento y anuncia que, hoy, Wilco viene a saldar una cuenta pendiente con Argentina. Durante más de una hora y media somos parte de un recorrido musical que recoge temas de distintas épocas de la banda. Si la réplica exacta en escena de la introducción de Yankee Hotel foxtrot (2001) –aquella obra bisagra en su discografía- con “I am trying to break your heart” no es suficiente estímulo para dejar una impresión imborrable en el público porteño, ahí está el rematazo de “Misunterstood”, reactivando un sabor entre nostálgico y confesional que se extiende en un agradecimiento insistente al finalizar la canción. Tampoco faltan los clásicos “Jesus etc” y “Handshake drugs”, aunque, en realidad, la sorpresa recae en viejos temas como “Box full of letters”, o el power pop de “Outtaside (Outta mind)”, que son desempolvados para la ocasión.

Algo que sin duda es reprochable es la omisión de “California Stars”. Y, aunque puede ser tal la urgencia por escuchar los favoritos personales, vemos que Wilco amaga los pedidos del público, rematando con alternativas casi igual de satisfactorias. Es verdad, no figuran “Ashes of american flags” o “War on war”, pero al menos tenemos a “Heavy metal drummer” y “I’m the man who loves you”. De igual forma, y aunque la banda se proponga equilibrar un setlist con canciones de distintas épocas, resalta la preferencia por discos como “A ghost is born”, que marcan un movimiento conservador y tibio en cuanto a las ambiciones experimentales de la banda.



A estas alturas, está claro cuál es el factor más llamativo para considerar “adulta” a una banda indie. Es ese proceso de sofisticación paulatina en la música, pero también es el circuito en el que éste se desarrolla, o el público al que finalmente abraza. Si bien es evidente que el Festival Bue no permite el ingreso de menores al predio, es fácil promediar un rango de edad entre el público que supera los 30 años. ¿Es eso, acaso, a lo que llaman “Dad Rock”? Quizás Tweedy reniegue de la agudeza de algunos críticos, y con justa razón, pues lo que vemos acá, más allá de las apariencias superficiales, es un concepto menos estricto de la madurez. Encontrando estabilidad en la simpleza pero, también, paradójicamente, en la sofisticación instrumental de la banda en escena (la destreza de Glenn Kotche en la batería, o los incontables cambios de guitarras de Nils Cline) Wilco encuentra su equilibrio entre la tradición y la discreción necesaria de un adulto. Cada vez más alejados de las ambiciones artísticas de otrora, pero más firmes en la búsqueda de una perfección ceñida al formato canción.

A cierta hora es perceptible una fluidez inquietante de personas en el predio. Pero aquello tiene menos que ver con el extenso set list que Wilco desarrolla -23 canciones en total-, que con el hecho de que el show de The Flaming Lips está por comenzar en un escenario paralelo. Los más entusiastas con los de Chicago preferimos la discreción. Incluso esperando ingenuamente una sorpresa reservada para el final. Sin embargo, con el extendido motorik beat de “Spiders” y “I´m a Wheel”, parece que, finalmente, está todo dicho. El público va replegándose fuera del escenario Heineken mientras, de fondo, suena “Closer to the heart” de Rush. Un final justo, si se lo piensa bien.  


The Flaming Lips




Que el tiempo invertido en reajustar la escenografía y los vestuarios más estrafalarios, ente tema y tema, disminuya notoriamente el minutaje asignado a la presentación misma de la banda,  es una muestra de cuán importante es para los Flaming Lips la ostentación de su maquinaria visual en cada uno de sus shows. Una espectacularidad entre lúdica y alucinógena que vale la pena experimentar, aun cuando aquello amenace con relegar la música hacia un segundo plano. 

Por fortuna, ese no es el caso de The Flaming Lips, cuyo eje primordial para el despliegue hiper-colorido de su show es, precisamente, la música. Ahí está el preciosismo psicodélico de discos como Clouds Taste Metalic (1995) y The Soft Bulletin (1999), la opera espacial de Yoshimi battles the pink robots (2002), o la saturación enviciada de Embryonic (2009), demarcando una evolución paulatina en la banda desde el efluvio indie de principios de los 90s, hasta la suntuosidad psych-prog condimentada de sus más recientes discos.

Promediando las 9 con 15 minutos de la noche, inmediatamente después del show de Wilco en el escenario Heineken,  una lluvia de confeti y pelotas multicolores dan el pistolazo de salida al set de The Flaming Lips. El impresionismo de Race for the prize resuena con épica psicodélica, anticipando un show audiovisual tan delirante como emocional. La gente, sin embargo, responde con cierta tibieza atribuible, quizás, al cuelgue fumeta que subyace entre el público. Algo, además, potenciado por la falta de continuidad entre las canciones y el excesivo tiempo  haciendo cambios de  vestuario y escenografía para cada canción. Así, para Yoshimi battles the pink robots pt. 1, por ejemplo, un Santa Claus y una especie de Pepe the Frog gigantes son presentados en escena para bailar junto a  la banda y entretener al público con bailes infantiles.

Wayne Coyne -hoy cobijado por un enorme abrigo de capucha blanco - se empeña  en incitar al público a ser participe o, al menos, cómplice del carnaval lisérgico en escena. Sin embargo, canciones como The Observer son, en realidad, segmentos instrumentales que apelan exclusivamente a la contemplación (o al aburrimiento). Aun así, la enorme parafernalia de luces y colores desplegada incluso en los pasajes más calmos del concierto, no deja indiferente a ninguno. Ya sea implementando un arcoíris inflable gigante para el ornamento de apenas una sola canción, u optando por cantar montado en el lomo de un Chewbacca, la música y la teatralidad parecen elementos que, en realidad, sirven para potenciarse el uno al otro. En canciones como The Gold in the mountain of our madness y la floydiana Pompeii Am Götterdämmerung, la banda sostiene un énfasis en las variaciones de energía entre partes fuertes y partes débiles; aligerando el ritmo hacia atmosferas más envolventes, y explotando, de manera imprevista, con texturas de synths gruesos en momentos determinados.



En What is the light A spoonful weighs a ton se reúne el espectro musical que la banda abraza con frecuencia: pasajes psicodélicos, una base rítmica contundente y, sobre todo, una línea vocal retraída, casi quebradiza. Wayne Coyne no es precisamente un gran vocalista. Al menos no en el sentido técnico de la expresión. Es perceptible en él una función intermediaria entre público y banda, entre música y espectáculo visual. Su (voluntaria) imprecisión vocalista se compensa con una identidad entre inocente y sarcástica, exacerbada por su gusto, irónico o no, hacia el conceptualismo del rock más ampuloso y grandilocuente (The Beatles, Pink Floyd, The Who) Pero, ciertamente, hay un componente más profundo debajo de tanta pompa,  un mecanismo un tanto desesperado por recordar(nos) lo absurdamente efímero de la existencia. La celebración como mecanismo de defensa ante lo irremediable. En ese sentido, no resulta extraño que la banda destaque “Space Oddity” de David Bowie como un emotivo paréntesis de su set para rendir homenaje póstumo a quien, de alguna forma, cristaliza en una obra final (“Blackstar”) los fantasmas internos en su último viaje junto a Caronte. De hecho, aquella obsesión por la ficción sideral y la muerte encajan muy bien con la estética de The Flaming Lips, pero es evidente que, aún en circunstancias sobrecogedoras, la banda evita a toda costa ser tomada demasiado en serio. Y aquello es, por supuesto, algo que terminamos agradeciendo mientras vemos a Coyne caminar sobre el público en una enorme bola transparente.

El número final del concierto no puede sintetizar mejor el pathos de la banda. Do you realice?? es una épica estremecedora acerca de la vida y la muerte. Un himno a la existencia efímera de los seres, o una despedida agridulce del mundo terrenal. La lluvia de confeti y brillantina que acompaña el espectáculo marca, finalmente, la despedida de los norteamericanos del escenario del Bue  La multitud va esparciéndose por el sector de comidas y bebidas, dejando ver el rastro colorido de papeles y mixtura sobre el suelo. Los estigios de un viaje lisérgico-musical inolvidable en la última noche del festival.


Pet Shop Boys




La espera sobrepasa los 15 minutos, sin embargo, el espectáculo que el equipo técnico lleva a cabo sobre el escenario –un equipo visiblemente adiestrado en ingeniería de estructuras de último minuto- justifica cualquier demora. La arquitectura que logran alzar de las ruinas que la banda predecesora deja en el Outdoor Stage –los kilos de confeti cortesía de los Flaming Lips- es impresionante: láseres, máquinas de humo en lugares estratégicos, pantallas esféricas y globos gigantes con luz propia flotado en la parte superior del escenario.

Los Pet Shop Boys no aparecen en escena sino hasta el minuto y medio del primer tema, Inner Sanctum. Toman posición logrando imponer una imagen entre aristócrata y cibernética al pararse frente al par de pantallas esféricas, a ambos lados del escenario. Neil Tennant y Chris Lowe, hieráticos y misteriosos, combinan la formalidad de sus trajes con unos cascos espejados, totalmente esférico en el caso de Lowe, y desfragmentado en el caso de Tennant. La primera tanda de aplausos se torna ensordecedora tras reconocer los primeros beats de “West End Girls”. ¿Están rematando temprano los hits, en una actitud opuesta al épico cierre con “broche de oro”? Quizás no sea el caso de los ingleses, o hasta, quizás, resulte indiferente el orden de temas, considerando la cantidad de éxitos amasados durante toda su trayectoria. La canción combina austeridad y urbanismo en partes iguales, logrando redoblar el efecto futurista que el paisaje de Tecnópolis ofrece.  Luego de un protocolar saludo en español, el dúo engancha con The Pop Kids, del reciente disco Super (2016). Más que un acto de nostalgia, esto parece una clara declaración de principios: “We were young but imagined we were so sophisticated / Telling everyone we knew that rock was overrated”. Es difícil imaginar un mejor momento para la remembranza auto biográfica. Después de 30 años portando con justicia el emblema de auténticos cultores del dance pop, pocas bandas pueden jactarse de haber sobrevivido a la contingencia de las separaciones y los conflictos internos, típicos de cualquier grupo en el umbral de la madurez.

El dúo cumple con un cronograma de conciertos para la presentación de su nuevo disco Super (2016), sucesor de Electric (2013). Pero, aún con casi dos horas previstas para el show, los ingleses abordan un repertorio variado de canciones que apenas incluye cuatro temas del reciente álbum. Alejándose más del conceptualismo y abrazando la inmediatez del pop con una intencionalidad mucho más marcada, Super -al igual que Music Complete (2016) de New Order- condensa un afán por retomar el dominio de la electrónica primigenia, pero procurando mantener un pie en el presente o, al menos, evitando padecer la nostalgia de la adultez. El secreto está en Stuart Price, productor de aquella oda a la cultura dance de Madonna:Confessions on a dance floor” y colaborador eventual de Kylie Minogue y New Order. En Price recae la responsabilidad de rescatar a los Pet Shop Boys del modo “piloto automático” de sus últimos discos previos a Electric. Super, de hecho, mantiene esa proyección revivalista, y es evidente la transición de pasado a presente cuando,  luego de rescatar a “In The Night” de algún rincón perdido de su discografía (el enganche es alucinante), suena “Burn”, que es básicamente un destilado de Italo disco y pop energético con reminiscencias al clásico sonido del dúo durante los 80s.



Está claro que el show preparado por los Pet Shop Boys es, para esta ocasión, un espectáculo apoyado primordialmente en la música. La ausencia de un grupo coreográfico, y el aporte instrumental de tres músicos adicionales (Simon Tellier, Christina Hizon y Afrika Green, en percusiones, teclados y voces) compensa esa premeditada falta de teatralidad bastante habitual en las giras de los ingleses. En seguida, Tennant y Lowe se deshacen de sus respectivos cascos y suena la adictiva “Love is a bourgeois construct” –un acercamiento marxista a las relaciones amorosas- y es imposible contener la euforia y el impulso futbolero de los cánticos corales del final. Con la intención de otorgarle cierto conceptualismo al show, la banda reparte su set list en cuatro categorías distinguibles en nombres como “In the night”, “Sun”, “Inside” y “Euphoric”. Así es como con “New York City Boy” y “Se a Vida E” ingresamos a la segunda parte del concierto, abordando hits de la época Bilingual (1996) y Nightlife (1999). También hay tiempo suficiente para las pequeñas sorpresas como la relectura de “Love comes quickly”, de su primer disco, cuya visión inevitable del amor conecta con “Love etc”

Es difícil subestimar la proyección rítmica y corporal que el pop ejerce mediante la apelación al baile. Aunque, en realidad, aquello no signifique necesariamente desestimar pulsiones artísticas o, digamos, cerebrales a través de la música. Tal vez ese sea el lema que Tennant y Lowe desarrollan con bastante soltura en lo referente al Pop como estética y discurso. Procurando mantener siempre una relación paralela con el arte en aspectos como el diseño conceptual de sus giras –además del enfoque cinematográfico y vanguardista de sus vestuarios-, o recibiendo el soporte de cineastas de culto en la dirección de algunos de sus videoclips –el caso de Derek Jarman, director de Caravaggio, para los videos de “It’s a sin” y “Rent”-, el enfoque de los Pet Shop Boys hacia la música bailable adquiere no solo un tamiz de perspicacia con conceptos que rodean a asuntos serios -políticos o filosóficos-, sino también un equilibrio intelectual que eleva la sofisticación estética del pop hacia un estrato ajeno al convencionalismo del género. Gran parte de aquello se debe a Neil Tennant, quien personifica el modelo intelectual-homosexual a través de líricas de una sagacidad que, sin caer en la demagogia, resultan muy efectivas. 



Con “The Dictator Decides” probamos ese instinto por desmarcarse de las formas habituales del pop, abordando asuntos coyunturales desde la sátira. Más adelante, con “Inside a Dream” de Electric, los genios del dance pop ingresan a un nuevo tramo de su set. Incursionando en atmósferas Rave y líneas de synth bass que repercuten con fuerza en el cuerpo, poco a poco el four to the floor se ralentiza para fundirse en texturas más contemplativas. Esa delgada línea divisoria entre el sueño y el delirio –reforzada con proyecciones alucinatorias y humo denso- es el leitmotiv de éste segmento. Chris Lowe, con ese eterno semblante impasible detrás de sus teclados, emprende hacia un pasaje etéreo con las texturas de los siguientes temas. Primero la melancólica Home and Dry, y luego The Enigma, escrito en memoria de Alan Turing.

Con “Euphoric”, el último tramo del set, Tennant y Lowe quieren cerrar la noche invocando abiertamente al éxtasis del baile a través de temas salpicados de colores relucientes.  Así, en “Vocal” resuena la nostalgia de las fiestas Trance y la cultura dance que, con su anfetamínico crescendo en los synths, logra amplificar el éxtasis del público porteño. Incluso la escenografía adopta una estética memorable, con luces multicolores dentro de globos gigantes y láseres que cubren, como un manto futurista, todo el horizonte del público. El épico final va construyéndose con “The Sodom and Gomorrah show” mientras, alrededor, un manto rojo de luces se entreteje sobre las miles de cabezas de la multitud. Enseguida, los synths enérgicos de Lowe disparan la euforia de “It´s a sin”, encumbrando un punto épico de la noche entre texturas gloriosas y una conmoción entre nostálgica y liberadora. El mismo efecto logra “Left on my own devices”, un favorito  que, hoy, desprovisto de orquesta y una base rítmica sólida, suena un tanto flácida y desmotivada.  Sin embargo, parece pensada como preámbulo para “Go West”, el triunfal final en el que Tennant,  aprovecha para presentar a los músicos e implantar un cierre heroico a la noche del festival, en medio de agradecimientos efusivos y luces resplandecientes.  

Ya resignados a abandonar el predio, en medio de una multitud todavía esperanzada por un encore, damos media vuelta al escuchar reanimarse la bulla del público ante el regreso al escenario de los ingleses. El grupo remata con Domino Dancing, una gema synthpop de finales de los ochenta inmediatamente reconocida por propios y extraños. Las remezclas y versiones extendidas que la banda ha publicado en incontables discos y Eps, a lo largo de su trayectoria, hace pensar en las horas que le harían falta a la noche para prolongar una supuesta fiesta con el catálogo de los Pet Shop Boys. Aquello, sin embargo, no está tan lejos de la realidad: Una invitación circula por los grupos de fanáticos argentinos más acérrimos del dúo en Facebook. Una fiesta post concierto en una residencia privada con música de los Pet Shop Boys hasta el amanecer. La idea resulta tentadora, más aún después de haber quedado picado por los beats infecciosos del dúo y la seguidilla de hits que arremeten al finalizar el show. Con Always on my mind los británicos cierran de manera definitiva su presentación en el Festival Bue, apelando a la magnificencia y a la nostalgia, en partes iguales. Aquello, sin duda, es una marca que queda vigente no solo en la memoria de los primeros discos de la banda, sino además en los recientes Electric y Super. Álbumes de una prolijidad bien lograda que, si bien no buscan reintegrar a los Pet Shop Boys al pop de la presente década, conservan una capacidad intuitiva por relucir con maestría las piezas esenciales de la canción pop. En ese sentido, la de los Pet Shop Boys se constituye en una presentación difícil de olvidar. Un cierre magistral para un festival con variados matices en el plano emocional. El camino a casa no puede conservar su deslucido y rutinario sentido original. La noche es húmeda y el largo trayecto desde Villa Martelli a Congreso despierta un repaso mental de los temas claves del show. Las imágenes filmadas en super 8 del videoclip de Vocal reaparecen en mi mente, y también pervive una suerte de nostalgia musical que, de manera inaudita, sacude mi concentración cuando el conductor del bus sintoniza una radio en la que, oh sorpresa, suena Suburbia