Fueron varias las experiencias relacionadas con el
ruido durante estas dos últimas semanas. Sin proponérmelo, fui
contando las veces que el asunto se manifestaba día a día en
situaciones cotidianas. Hablo del ruido no solo desde un enfoque literal, desprovisto
de empaques conceptuales o artísticos, sino también desde un
sentido más técnico; enajenados al divague musical
y más cercanos a cierta noción de
interferencia en la comunicación. Hace unas noches, en algún stand de la
Feicobol, el modo random de la playlist en la PC dio con la carpeta de “shoegaze”, provocando
extrañeza y cierto aire de zozobra en el entorno. Una semana
después, tras una serie de actividades abocadas al circuit
bending y el armado de sintetizadores caseros, la artista argentina Maia Koenig (Rrayen) dio un concierto en la ciudad que, en su punto más álgido, fue súbitamente
interrumpido por los dueños del local. Escuché que alegaron
exceso de ruido y molestias en el público ajeno al concierto, aunque no
es menos probable que, en realidad, su intención no haya sido
otra que la de salvaguardar el costoso equipo de sonido, del cual emergían niveles de
potencia peligrosamente excesivos.
En ambos casos, el ruido es el trasfondo inquietante
en medio de dos escenarios que no son muy distintos entre sí. Primero como
un evento perturbador e inoportuno para el oyente poco o nada habituado al rock
de sepa ruidosa. Y luego como un incidente difícil de
controlar en un contexto preparado (al menos en teoría) para la
abrasividad sonora en clave de 8 bits y el desborde ruidístico bailable.
Como sea, hablar de ruido es, en cierto sentido,
restarle eficacia a su poder sedicioso, reducirlo a un lenguaje del cual
justamente pretende no formar parte. Koeing
va un poco más allá al afirmar que
el ruido, en realidad, no existe; empero sí la voluntad de
escuchar. La universidad, no muy ajena a
lo que dicta aquella teoría, plantea una distinción radical entre
sonido y ruido, haciendo énfasis en aspectos físicos y
estableciendo un límite teórico entre lo
que es orden (ondas sonoras sinusoidales y frecuencias compatibles entre sí) y desorden
(ondas sonoras deformes y frecuencias vibrando al unísono –ruido rosa-),
pero las apreciaciones entre uno y otro están sujetas a un
criterio totalmente subjetivo y, por tanto, debatibles.
Si del mismo modo asumimos que la música es la
voluntad consciente de escuchar los sonidos que nos rodean, entonces no hay
forma de establecer con certeza qué es, y qué no es ruido. A
manera de evidenciar esta dicotomía con un ejemplo práctico, aquí va otra anécdota al
respecto: Hace un par de noches me quedé dormido
mientras escuchaba el disco Coney Island
Baby (1976) de Lou Reed. Desperté un poco más tarde, cuando
aquel disco ya había finalizado y el orden cronológico de la playlist
ya había puesto automáticamente al
disco Metal Machine Music (1975).
Unos minutos más tarde, todavía en medio del
sopor sonámbulo, pude advertir un placer inexplicable en la
belleza cristalina que emanaba aquel disco de Lou Reed. ¿Alguien habló de ruido?
Publicado mediante una subsidiaria del sello RCA
avocada a la música clásica, Metal Machine Music fue la excusa
perfecta para deshacerse de los contratos y las presiones por parte del sello discográfico hacia el
artista. El abordaje de la crítica no fue menos radical,
desestimando su linaje vanguardista y exaltando su costado socarrón, no hubo
forma de quedar indiferente. Los más entusiastas alabaron su
minimalismo experimental y avizoraron una obra de arte con cierto potencial en
el futuro. Que haya sido o no una jugarreta malintencionada es lo de menos. Lo
importante es ver cómo un conjunto de canciones
construidas a base de puro feedback y cintas manipuladas, pueden ser recibidas
de distintas maneras, dependiendo del empaque conceptual, o de algún precedente teórico, o, al
final, de la ausencia de estos. El lenguaje que se interrumpe no es tanto la
incomprensión o el rechazo hacia este, sino el
desmoronamiento de los sistemas que posibilitan dicho lenguaje. En este caso
particular: un disco. Un producto. Música presentada al mercado con la
intención implícita de dialogar con el oyente. Si
el silencio y el ruido son caras de la misma moneda, tampoco es sorpresa que el
disco de Lou Reed haya coincidido
con el lanzamiento de otra obra de sonoridades extremas. “Discreete music” (1975) de Brian Eno. Alli donde MMM arremete con
estridencia, Discreete music es un
paisaje de sonidos tenues y explanadas de silencio abrumadores. Las etiquetas
que categorizan a ambos discos (noise o ambient) apenas sirven para distinguir,
o al menos describir, características generales de las texturas
sonoras. Pero dentro de un contexto lingüístico, ambos
discos representan, en mayor o menor medida, un intento de quiebre en la
interpretación mecánica y consciente
de los signos. Ruido y silencio, diluyendo los instintos de significación en el
receptor.
La puesta en escena del ruido como ingrediente cool o
recurso artístico, es una práctica muy
frecuente hoy en día. Es habitual encontrarse con
eventos locales que apelan al noise
como una marca de irreverencia y libertad experimental. Reduciendo su sentido
anti-comunicacional y transgresor a un slogan, o a una etiqueta que contradice
su espíritu escurridizo a las interpretaciones. Fiestas
noise, talleres de noise, djs que abrazan una estética gliitch en el arte de sus flyers y en
las proyecciones visuales de sus sets Quizás los cultores
locales del noise están lejos de
banalizar al ruido, pero la profusión de eventos festivos cuya premisa
es (drogas mediante) la exaltación catártica
sensorial, parece limitar al ruido a ser una parodia de sí mismo. Y no
por el potencial artístico y el talento de los artistas,
ni por la calidad de su propuesta. En realidad, la descontextualización del ruido
comienza al asumir como propio un no-lenguaje, reducirlo a un estilo, o a un
sistema de formas predecibles. No hay lugar para el ruido en el contenido del
emisor, pero sí en los mecanismos de percepción y
decodificación del receptor. Ahí, en el receptor
es justamente donde nace y muere el ruido.