sábado, 8 de octubre de 2016

Una ciudad bajo el groove: Illya Kuryaki en Cochabamba


Cuando el flaco Spinetta presentaba a unos todavía pre adolescentes Dante y Emmanuel sobre el escenario, luego de acompañarlo en los coros de “El mono tremendo”, anunciaba con orgullo paternal algo así como: “mañana serán poder”. El video se encuentra en Youtube, y la canción se constituye, en realidad, como el debut oficial en la composición de Dante Spinetta; una de las mitades que, más tarde, conformarían Illya Kuryaki and the Valderramas. Otro video, también en Youtube, muestra a ambos artistas, padre e hijo, tocando “Mi chevy y mis franciscanas”, un tema de IKV, en un festival mexicano. Spinetta padre, en pleno fulgor de la “lava eléctrica” en los 90s, se presta al groove heavy del tema haciendo fuerza desde la guitarra, y acomodándose sin molestias al espíritu salvaje de aquel Vive Latino. El respeto mutuo y una enternecedora admiración entre padre e hijo, de alguna forma representan el lazo que articula el rock y el rap durante los 90s en la evolución de IKV. Lazo que recién ahora comienza a despertar una revaloración genuina de su música, lejos ya de aquel sabor a kitsch que los 90s pretendían imponerle a todo.  

La verdad es que, a pesar de la terquedad de algunos cuantos puristas del rock argentino, las diferentes aproximaciones de IKV a géneros como el funk o el rap, funcionan como un ejercicio totalmente independiente al influjo paternal.  A lo largo de su discografía, han sabido trazar una senda propia en la búsqueda del equilibrio Zen entre el buen groove y las rimas, sin descuidar del todo la inevitable marca de su herencia rockera en su etapa de consolidación. Sin embargo, esa suerte de ambigüedad es algo que la historia del rock argentino nunca terminó de incorporar del todo; y que, durante el reinado de MTV en los 90s, supuso para IKV un mayor impacto en países como México y Colombia. Por otro lado, en Bolivia (un país curtido en la tradición del slap bass y el funky) la deuda con los Kuryaki apenas pudo saldarse con una fortuita visita suya el 2000, antes de su disolución. 16 años después, una presentación programada el sábado 10 de septiembre en el hotel Regina puede, quizás, explicar un poco más y mejor la táctica de estos ninjas funk en su viaje por el klama hama.



En Cochabamba, el concierto fue un repaso raudo por distintos momentos de su discografía; otorgando mayor énfasis a canciones de su más reciente disco LHON (La Humanidad o Nosotros), publicado el pasado año. Una columna vertebral de músicos diestros en la conducción del groove preciso, soportaba gran parte del show preparado por el grupo. “La realeza uruguaya” en la guitarra de Matias Rada y una base rítmica bien repartida entre las percusiones latinas y el empalme  bajo/batería, daban paso al refinamiento funk de temas como “Ritmo Mezcal”, con reminiscencias directas a Prince, o el groove adictivo de “África”, con su formidable marca Earth, Wind and Fire en los vientos. El instinto groovy de los porteños prevalece intocable. Incluso en desvíos hacia la cumbia (“Gallo Negro”); o forzados intentos por encajar un hit (“Ula Ula”)  A estas alturas del concierto, uno no puede evitar pensar que Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur nacieron para complementarse mutuamente y permanecer juntos por siempre. De hecho, los fallidos emprendimientos solistas de ambos artistas ayudan a reforzar aquella idea: A los IKV se los prefiere juntos, antes que por vías separadas.  El power funk adictivo de “Jugo” y “Latin Geisha”, así como el poderoso ritmo de “Funky futurista” y “Yacaré”, representaron el pináculo groovero de la noche. Algo así como la encarnación sonora de George Clinton, o Bootsy Collins (quien, de hecho, participó en las sesiones de grabación de “Leche”) sobre el escenario. Aquel arrebato pronto se tornó un nudo en la garganta por un justo homenaje al papá de Dante en “Águila amarilla”. Luego, los infaltables hits de finales de los 90s que, en su tiempo, acercaron a IKV hacia ritmos más latinos (“Jennifer del estero”, “Coolo”), y el paseo por la iconografía kung fu de “Chaco” (“Jaguar House”, “Abarajame”) integraron un set list cortísimo, comparado con el llevado a cabo recientemente en el Luna Park de Buenos Aires.

La escasa asistencia del público cochalo no mermó el entusiasmo del dúo en ningún momento, y hasta es probable que su paso por Bolivia les haya resultado una experiencia entre lo anecdótico y lo surrealista: Una noche antes, se había suspendido el concierto de La Paz debido a factores técnicos, y el dúo tuvo que improvisar un setlist a cappella en las puertas del hotel. En esa misma lógica podría argumentarse la brecha temporal entre el pico de popularidad de IKV en los 90s, y el periodo de reagrupación actual que debió readaptarse a los cambios en la música popular latina impuesta por la masificación de géneros como el Reggaetón o la Bachata. Tanto Chances (2012), como LHON (2015), discos comprendidos en ésta reciente etapa de reformación, no buscan valerse de aquella clara oportunidad por encajar en el mainstream latino. Su refinamiento en el manejo del lenguaje funk, los acerca más a una suerte de tradición entendida por su distanciamiento progresivo del hip hop convencional, hacia los géneros que históricamente le fueron dando forma. Es cierto que, a pesar de sus picos altos de groove (más cerca de The Gap Band, o Lakeside) no son discos enmarcados en un solo género, lo que termina restando consistencia y hasta cierta credibilidad al producto (de hecho, debido a aquello, en los 90s tampoco fueron valorados enteramente ni por el rock, ni por el hip hop). Sin embargo, si con Chaco (1995) y Versus (1997) lograron moldear un sonido particular entre la tradición del funk/soul y el rap melódico; y con Leche (1999) capturaron la atención de todos; es finalmente con Chances y LHON que terminan por cerrar la brecha abierta entre ese pedazo de la historia del rock argentino que, a principios de milenio, los vio esfumarse sin haberlos prestado toda la atención que merecían. Para nosotros, desde la distancia, ser testigos de aquel momento escenificado es entender, en parte, cómo un dúo fue abriéndose terreno entre el rock chabón pre cromañon, a fuerza de ritmos que apelan primordialmente al cuerpo. Cochabamba tuvo la suerte de comprobar aquello.



lunes, 1 de agosto de 2016

Nuevas eras, viejas mañas: una crónica del Luna 432 Hz


¿Han observado que la temática sonoro-mística, el imaginario astral y el discurso droguístico hoy son moneda corriente en casi todos los eventos de música alternativa y electrónica de la ciudad? ¿Responde eso a un esfuerzo por evitar la temida quietud y sobriedad contenidas en el acto de ser joven? Es difícil de saber. Lo cierto es que, tras una avalancha de festivales de música alternativa en meses recientes, la imagen parece clara: la renovación de la escena musical es inminente. Si nombres como Nuson (nuevos sonidos), Experiencias mutantes, o Luna 432Hz, tienen una motivación detrás de su discurso, es la insistencia en la renovación estética del rock pop cochabambino. La alegoría mística podrá caer como una pretensión boba e irrisoria (o como un simple gancho para atraer público a los conciertos). Pero por detrás está el afán disimulado de mostrar bandas con influencias periféricas al eje temático rockero predominante. Ahí es cuando la quietud y la sobriedad no refieren tanto a un estado personal, sino a un síntoma global de la sociedad y su cultura. Un estado donde el rock/pop boliviano se ve estancado, desde hace mucho, en un fango de gestos predecibles y propuestas nulas en cuanto a contenido.

Aquella noción de "periferia" en la música tiene menos que ver con un sentido marginal (territorio cedido a lo más under del hip hop, el metal y el punk, fuera del centro citadino), que con una proliferación paulatina de gustos alejados al canon dominante del rock nacional. Muchas de las formas exploradas por bandas bolivianas como, Visiones, La luz mandarina, Daniel Abud, etc provienen de estéticas ya inmersas en el imaginario musical del melómano promedio. Post-punk, shoegaze, indie, etc. Géneros con un alcance minoritario, pero que no necesariamente representan un circuito relegado o apartado de una hegemonía. Es verdad, hoy en día, fuera de las fronteras, el indie ya es un tópico cada vez más en desuso. Una etiqueta que, por abarcar demasiado, no significa casi nada. En los últimos años, muchas bandas bolivianas han buscado cierta sincronía con las tendencias globales; unas, autosuscribiéndose al indie a la fuerza para mantenerse cool; otras, ahogándose en posturas esnobistas absurdas. Sin embargo, algunos artistas supieron guiarse por un instinto exploratorio genuino, ya no buscando la sincronía, pero anteponiendo un halo de diferenciación en su sonido. Astronauta suburbano, Daniel Abud, Visiones, Galaxia, Mal-Amen, Que te importa, son bandas y solistas que comparten, además de un linaje citadino, un comportamiento escéptico ante la ortodoxia del rock boliviano. Todas estas bandas estuvieron reunidas el pasado viernes 1 de Julio en el evento Luna 432Hz.

La noche en el martadero arrancó bajo la inclemencia de un frío árido. La escasa afluencia de personas, a minutos de iniciar el evento, no mejoraba aquel panorama. Una tarima pequeña adornada con retazos de tela y una coqueta iluminación se alzaba en uno de los rincones del patio. Sin mucha más parafernalia, las mesas del bar adyacente, predispuestas a los extremos de cada lado, daban paso a un público timorato que encontraba su lugar en el calor embriagador de un vaso de té con té. La banda encargada de inaugurar el evento fue el proyecto solista del ex-Passto Jhonny Rojas, Astronauta Suburbano. Bajo una configuración híbrida de electrónica y rock, las tres únicas canciones interpretadas despertaron un instinto bailable afín al gusto pop del recientemente publicado disco homónimo. La atmosfera futurista de “Templo Gris”, y la propulsión kraut de “Morfina trip”, fueron estimulando de a poco los ánimos de un público trémulo y muy discreto con los aplausos. "Diosa", un tema de la desaparecida banda Plasma, se infiltró en el setlist de Astronauta Suburbano, reconstruido para la ocasión a base de beats y claps electrónicos. El ambiente posterior al primer número del evento se sostenía por la proyección de visuales psicodélicas y una selección exquisita de música mezclada para el evento (Suicide, Gang of four, The Gun Club, etc...) generando una atmósfera que mutaba del synthpunk a un rock and roll más digerible. Los paceños de Mal-amén, un power trio relativamente nuevo en la escena, arremetieron con una solidez imprevista. Armados con un setlist apabullante de stoner rock y psicodelia, intentaron despertar a guitarrazos a un público todavía estancado en la indiferencia más apática. Quizás el contraste de géneros en el evento no lograba unificar el entusiasmo del público; sin embargo, el peso propio de la música anteponía, en el caso de los paceños, una impronta robusta e imponente de distorsión que resaltaba entre la discreción del ambiente.

El segundo tiempo de la noche prometía un viraje hacia terrenos más difusos. Daniel Abud, enfundado en synths y pads percusivos, sumergió a los presentes en paisajes lisérgicos propios de la electrónica freak de un Noah Lennox sin muchas drogas, o un Helado Negro más somnoliento. Abrazando la psicodelia con un marcado influjo pop y, en ocasiones, remando entre ornamentos chillwave, los beats parsimoniosos y las texturas son el fuerte de Abud. Contando desde hace poco con el respaldo de un bajo eléctrico y un sintetizador Korg en directo, las canciones ganan en dinamismo y ofrecen un muestrario de colores mucho más convincente que la otorgada por una configuración netamente solista. Minutos después, el escenario dio paso a la banda Galaxia. Dúo de guitarra eléctrica y batería, cuya concepción musical de la libertad experimental no apunta al azar o la desestructura de un jam, sino a una suerte de caos organizado contenido en los límites temporales de cada canción. En esa combinación, la ausencia de un bajo permite a los músicos rellenar el lienzo con un pulso impresionista visible en el uso de loops de distorsión, o en la saturación intencionada de redobles machacantes en las canciones. Las referencias apuntan al primer No Age, o a la contundencia de Shellac. También hay a acercamientos a un punk garage más melódico en canciones como "Metereólogo" o "Lobo", permitiendo así equilibrar un set conciso y pesado.

Promediando la medianoche, la afluencia de gente había alcanzado su punto máximo. Las más de 200 personas asistentes distribuían su atención entre el show de las bandas, y la exhibición inaugural del evento Viñetas con altura. Aunque el panorama en el martadero se tornaba visiblemente festivo, gran parte de las bandas ya había concluido su paso por el escenario. Visiones, la penúltima banda del evento, asomaba la tarima buscando reivindicar, después de casi dos años, su inexplicable ausencia de la escena. Haciendo un repaso exhaustivo por temas de su primera época punk con Visiones de terror, hasta los temas publicados en los Eps Niño Mutante (2013) y Pérdida de tiempo (2014), los cruceños mostraron su estirpe ruidosa sin mayores prolegómenos. La amalgama shoegaze/post punk de "Quiero endorfinas", el pop melodioso de "Pérdida de tiempo", resaltaron un perfil experimental afín a bandas como Deerhunter o los mexicanos Bam Bam. Esa sincronía con estéticas predominantes en el indie, permitió a Visiones tener cierta resonancia en medios latinos especializados (Indie hoy, Latinoamérica shoegaze) sin embargo, a nivel nacional, el impacto de la banda es, de alguna forma, análoga al impacto de una estética particular que busca abrirse paso entre una suerte de costumbrismo heavy/funk/reggae predominante en el rock nacional. En ese rango de intensidades y estéticas dentro del rock boliviano., el punk conserva una estirpe de indocilidad ajena a toda categorización. La banda Que te importa, encargada de cerrar el evento, entiende bien que cualquier pretensión artística es solo un intento burdo por agradar a un sistema, y que, despojándose de ese afán, la música no es más que una forma de entretenimiento para las masas. En ese sentido, que QTI sea la única banda que haya logrado romper el hielo aquella noche, no es ninguna sorpresa. Autoconscientes de su función sobre el escenario, y evitando la demagogia del rockero, la banda disparó riffs pesados y directos con un sentido del humor excepcional y una energía que, en cuestión de segundos, logró generar un pogo entre el público. Una voz filosa y aniñada destilaba versos escatológicos entre una base rítmica hardcore punk sin nada de particular. Aquel acto simple de celebración histriónica y primitiva era el evento preciso para cerrar un festival que, por lo que sabemos, no busca la continuidad, sino, más bien, enmarcarse como una excusa ocasional disfrazada de renovación. Y, aunque ninguno de los artistas pueda considerarse efectivamente nuevo dentro de la escena local (ni, mucho menos, creadoras de alguna estética particular), eventos como éste, pretenden ser, más que un resumen, una respuesta contraria a la hegemonía del rock boliviano. Ahí es donde reside concretamente su importancia.




sábado, 11 de junio de 2016

My week beats your year: notas sobre el ruido

Fueron varias las experiencias relacionadas con el ruido durante estas dos últimas semanas. Sin proponérmelo, fui contando las veces que el asunto se manifestaba día a día en situaciones cotidianas. Hablo del ruido no solo desde un enfoque literal, desprovisto de empaques conceptuales o artísticos, sino también desde un sentido más técnico; enajenados al divague musical y más cercanos a cierta noción de interferencia en la comunicación. Hace unas noches, en algún stand de la Feicobol, el modo random de la playlist en la PC dio con la carpeta de shoegaze, provocando extrañeza y cierto aire de zozobra en el entorno. Una semana después, tras una serie de actividades abocadas al circuit bending y el armado de sintetizadores caseros, la artista argentina Maia Koenig (Rrayen) dio un concierto en la ciudad que, en su punto más álgido, fue súbitamente interrumpido por los dueños del local. Escuché que alegaron exceso de ruido y molestias en el público ajeno al concierto, aunque no es menos probable que, en realidad, su intención no haya sido otra que la de salvaguardar el costoso equipo de sonido, del cual emergían niveles de potencia peligrosamente excesivos. 

En ambos casos, el ruido es el trasfondo inquietante en medio de dos escenarios que no son muy distintos entre sí. Primero como un evento perturbador e inoportuno para el oyente poco o nada habituado al rock de sepa ruidosa. Y luego como un incidente difícil de controlar en un contexto preparado (al menos en teoría) para la abrasividad sonora en clave de 8 bits y el desborde ruidístico bailable.



Como sea, hablar de ruido es, en cierto sentido, restarle eficacia a su poder sedicioso, reducirlo a un lenguaje del cual justamente pretende no formar parte. Koeing va un poco más allá al afirmar que el ruido, en realidad, no existe; empero sí la voluntad de escuchar.  La universidad, no muy ajena a lo que dicta aquella teoría, plantea una distinción radical entre sonido y ruido, haciendo énfasis en aspectos físicos y estableciendo un límite teórico entre lo que es orden (ondas sonoras sinusoidales y frecuencias compatibles entre sí) y desorden (ondas sonoras deformes y frecuencias vibrando al unísono ruido rosa-), pero las apreciaciones entre uno y otro están sujetas a un criterio totalmente subjetivo y, por tanto, debatibles.

Si del mismo modo asumimos que la música es la voluntad consciente de escuchar los sonidos que nos rodean, entonces no hay forma de establecer con certeza qué es, y qué no es ruido. A manera de evidenciar esta dicotomía con un ejemplo práctico, aquí va otra anécdota al respecto: Hace un par de noches me quedé dormido mientras escuchaba el disco Coney Island Baby (1976) de Lou Reed. Desperté un poco más tarde, cuando aquel disco ya había finalizado y el orden cronológico de la playlist ya había puesto automáticamente al disco Metal Machine Music (1975). Unos minutos más tarde, todavía en medio del sopor sonámbulo, pude advertir un placer inexplicable en la belleza cristalina que emanaba aquel disco de Lou Reed. ¿Alguien habló de ruido?



Publicado mediante una subsidiaria del sello RCA avocada a la música clásica, Metal Machine Music fue la excusa perfecta para deshacerse de los contratos y las presiones  por parte del sello discográfico hacia el artista. El abordaje de la crítica no fue menos radical, desestimando su linaje vanguardista y exaltando su costado socarrón, no hubo forma de quedar indiferente. Los más entusiastas alabaron su minimalismo experimental y avizoraron una obra de arte con cierto potencial en el futuro. Que haya sido o no una jugarreta malintencionada es lo de menos. Lo importante es ver cómo un conjunto de canciones construidas a base de puro feedback y cintas manipuladas, pueden ser recibidas de distintas maneras, dependiendo del empaque conceptual, o de algún precedente teórico, o, al final, de la ausencia de estos. El lenguaje que se interrumpe no es tanto la incomprensión o el rechazo hacia este, sino el desmoronamiento de los sistemas que posibilitan dicho lenguaje. En este caso particular: un disco. Un producto. Música presentada al mercado con la intención implícita de dialogar con el oyente. Si el silencio y el ruido son caras de la misma moneda, tampoco es sorpresa que el disco de Lou Reed haya coincidido con el lanzamiento de otra obra de sonoridades extremas. Discreete music (1975) de Brian Eno. Alli donde MMM arremete con estridencia, Discreete music es un paisaje de sonidos tenues y explanadas de silencio abrumadores. Las etiquetas que categorizan a ambos discos (noise o ambient) apenas sirven para distinguir, o al menos describir, características generales de las texturas sonoras. Pero dentro de un contexto lingüístico, ambos discos representan, en mayor o menor medida, un intento de quiebre en la interpretación mecánica y consciente de los signos. Ruido y silencio, diluyendo los instintos de significación en el receptor.


La puesta en escena del ruido como ingrediente cool o recurso artístico, es una práctica muy frecuente hoy en día. Es habitual encontrarse con eventos locales que apelan al noise como una marca de irreverencia y libertad experimental. Reduciendo su sentido anti-comunicacional y transgresor a un slogan, o a una etiqueta que contradice su espíritu escurridizo a las interpretaciones. Fiestas noise, talleres de noise, djs que abrazan una estética gliitch en el arte de sus flyers y en las proyecciones visuales de sus sets Quizás los cultores locales del noise están lejos de banalizar al ruido, pero la profusión de eventos festivos cuya premisa es (drogas mediante) la exaltación catártica sensorial, parece limitar al ruido a ser una parodia de sí mismo. Y no por el potencial artístico y el talento de los artistas, ni por la calidad de su propuesta. En realidad, la descontextualización del ruido comienza al asumir como propio un no-lenguaje, reducirlo a un estilo, o a un sistema de formas predecibles. No hay lugar para el ruido en el contenido del emisor, pero sí en los mecanismos de percepción y decodificación del receptor. Ahí, en el receptor es justamente donde nace y muere el ruido.

domingo, 17 de enero de 2016

Mueran Humanos – Miseress (2015)



Berlín como el epicentro de la vanguardia europea del siglo XX. La Genialle diletanten y la Neue Deutsche Welle. Inspiración y escenario de, por ejemplo, el Bowie más arriesgado. Algo de aquel escenario y su impronta modernista no puede dejar de ejercer un influjo directo en la creación de artistas extranjeros que habitan tierras germanas. Es el caso de Nick Cave o Edvard Munch, por nombrar algunos ejemplos. Sin embargo, Mueran Humanos, el dúo conformado por Carmen Burguess y Tomás Nochteff, no parecen dar crédito a tales especulaciones. El sonido del grupo argentino, que reside en Alemania desde 2008, sería muy probablemente el mismo en cualquier parte del planeta. O al menos eso es lo que sugiere la obra precedente del grupo. Ambos músicos, por separado, fueron parte de proyectos relacionados con la escena post punk under de Buenos Aires: ella aportando teclados en “Mujercitas Terror”, y él tocando el bajo en “Dios”. 

Dos años después de su más reciente Ep “El círculo” (2013), y cuatro desde su disco debut, Mueran Humanos lanzaron a finales del 2015 “Miseress”, primer trabajo discográfico bajo el sello ATP recordings; casa que aglutina a bandas como Fuck Bottoms, Deerhoof y Bardo Pond

El post punk y los sonidos post industriales son una marca indeleble en el dúo argentino, quienes en el 2011 sorprendieron con un primer disco articulado entre el punk y el synth wave minimalista. Tras un par de años rebotando entre sellos indies y publicando EPs por doquier, la banda decide formalizar la idea de un nuevo disco por primera vez desde el 2013. Apoyados hasta entonces por un sonido mucho menos orgánico, basado en máquinas de ritmo de gama baja y un sonido filoso de herencia post punk, era palpable la necesidad de actualizar el equipamiento de la banda  al momento de encarar el registro de un nuevo álbum. En ese sentido, los sintetizadores y las máquinas de ritmo de construcción analógica son fundamentales en la densidad sonora y la consistencia global de éste disco. 

Ante todo, “Miseress” es un álbum regido por principios estéticos. Incluso en sus momentos más turbios e hipnóticos (“Espejo de la nada”, “El círculo”), la perfección analógica y la pulcritud relucen en cada track, por encima del contenido subversivo y psicótico de su discurso. En todo caso, si hay un elemento de subversión en este disco, tiene más relación con la elección de sus afluentes musicales, antes que con su contenido lírico. Si el sonido de Mueran Humanos, apoyado siempre en el uso de synths y bajos crudos, pretendía antes una estética post punk brutalista, ahora el giro apunta hacia la repetición hipnótica y las texturas futuristas del krautrock (“Mi auto”, “La Torre de la Hora”)

El dúo argentino ya había probado antes con la formula post punk/kraut/industrial. Pero quizás la ausencia de una guitarra, o de algún elemento de cohesión entre la frialdad instrumental y la lírica paranoica, reafirmaba más la crudeza minimalista de su sonido. En cambio, Miseress cuenta con el apoyo de Jochen Arbeit, miembro de Einsturzende Neubauten.  Arbeit aplica texturas y una bien calculada dosis de ruido con la guitarra en distintos temas del disco. En “Un Lugar Ideal”, por ejemplo, es difícil distinguir si la distorsión proviene de una guitarra o de un sintetizador averiado. Aquella mixtura de ruidos deformes puede apreciarse también en “La torre de la hora”. Un laboratorio de experimentación sonora apocalíptico que conecta con la fúnebre “Epilog”. En cambio, la propulsión de “Mi auto”, casi un pequeño tratado de Kosmische Musik, explota con una distorsión machacante y riffs de estirpe heavy.    

En su tiempo, Neubauten, al igual que Mueran Humanos, invitaban a la subversión a través de un lenguaje netamente centrado en lo musical (diferenciándose en ese aspecto de, por ejemplo, Throbbing Gristle, quienes sí tenían una agenda política explícita) En Mueran Humanos las letras tocan elementos oscuros de la psicología humana (“Espejo de la nada”, “Guerrero de la gloria negativa”), o hacen referencia a filmes de culto como la francesa “The Nun” (“El vino de las orgias”) pero, en realidad, lo que prevalece es la luz por encima de la sombra. “Miseress”  el tema que da nombre al disco, abre con un resplandor insólito, apoyándose en sintetizadores arpegiados y texturas cristalinas. La voz susurrada de Carmen Burguess otorga un equilibrio de matices que van desde el oscuro más opresivo, hasta la luz pálida y fría de un velo fúnebre.

Para una banda, no hay mejor recompensa que ser reconocido por sus propios mentores. Algo que, a estas alturas, suponemos, no despierta mayor sorpresa en el dúo porteño, pues compartir escenario con artistas de la talla de Martin Rev o Michael Rother de Neu!, o sacar singles en el mismo sello que publica a Psychic TV o Einsturzende Neubauten, es casi una práctica habitual en la agenda de Mueran Humanos; pero no es algo de lo que cualquier banda latinoamericana pueda jactarse.

Este disco, muy al margen de ser un equilibrio entre luces y sombras, es algo así como una declaración de principios. Principios erigidos por la búsqueda de una estética brutal y pulcra al mismo tiempo. El dúo ha sido capaz de evolucionar su búsqueda en un periodo de tiempo relativamente corto, y ha demostrado que las fronteras, en asuntos musicales, son siempre imaginarias.





viernes, 1 de enero de 2016

30 años de Psychocandy: ruido, adolescencia y posmodernidad


¿Cuál sería la música que habría que desbancar ahora? ¿Contra qué hábitos ortodoxos del viejo rock habría que estrellarse en estos tiempos? Obviando el factor geográfico y cultural que raya la diferencia entre Latinoamérica y Europa, ¿acaso no existe siempre un síntoma general de que, después de cierta degradación cultural, las cosas tendrían que reinventarse sí o sí? Cuando el panorama alrededor parece irse poco a poco a la mierda, ¿quién es el primero en despertar a todos con un merecido sopapo?

Muy al margen de cuestiones netamente políticas (todavía era el auge del Thatcherismo), 1985 no era un año excepcional para Inglaterra. Los hermanos Jim Reid y William Reid (escoceses), probablemente hartos de que el pop inglés caiga siempre en las manos de viejos pedantes como Phil Collins o Bob Geldof, decidieron reencarnar la sencillez de la canción pop, a fuerza de guitarras abrasivas, gafas oscuras, cuero, y un muro de feedback impenetrable.

El primer atisbo de locura vendría un año antes, en 1984, con el single “Upside down” (Patas para arriba). Para aquel entonces, The Jesus And Mary Chain, ya tenían bien ganada una reputación de ser los agitadores incorregibles de la escena local. Sus cortos sets constituidos por puro feedback y ruido al extremo, no hacían más que sembrar la anarquía entre el público quienes, casi de manera inevitable, terminaban destrozando todo el escenario. Esto, sin duda, era una herencia que había dejado el punk de unos años atrás (la prensa ya los catalogaba como los nuevos Sex Pistols). “Upside down” puso finalmente en órbita al sello Creation Records de Allan McGee, y el gancho vino de la mano de un sujeto llamado Bobbie Gillespie, fanático del grupo que se encargaría de presentarlos ante McGee mediante un demo casero de la banda. Más tarde Gillespie terminaría ocupando el cargo de percusionista y serviría, además, de catalizador para el despegue final de JAMC.

El pop anárquico y abrasivo de “Upside down” era algo así como una violación auditiva despiadada para los oídos virginales del público ingles. La fórmula que combinaba el noise estridente de “Sister Ray” con la estructura del pop Spectoriano (The Ronettes, The Shangri-Las, The Beach Boys) predijo, incluso antes de que el Shoegaze se llamase Shoegaze, mucha de aquella dicotomía Ruido/melodía que envolvería las cabezas de grupos como My bloody valentine,  Slowdive, Medicine, o, incluso, de sucesos más contemporáneos como Black Rebel Motorcycle Club, o A place to bury strangers.

Y es que es justo admitir que “Psychocandy” (1985), el debut discográfico oficial de The Jesus And Mary Chain, marcó en adelante mucha de las pautas dentro de la música independiente, tanto como lo hicieron, en su tiempo, The Velvet Underground y The Stooges. Distando de estos ejemplos, quizás, en las aspiraciones de los hermanos Reid, las cuales  estaban visiblemente enmarcadas en un universo pop. De ahí que pasaran a firmar con un sello discográfico subsidiario de una major label, o que no tuvieran asco en admitir que les gustaría salir en Top Of The Pops, el portavoz mainstream de la televisión británica. A pesar de todo, y hasta un poco bordeando lo contradictorio, los hermanos Reid, junto al bajista Douglas Hart, tenían como principal objetivo buscar la trascendencia antes que el éxito momentáneo. Sabían que para ello debían rodearse de gente dispuesta a aceptar sus caprichos experimentales. De esa manera tomaron contacto con John Loder (sonidista y miembro del grupo anarcopunk Crass) quien, antes que intervenir de manera directa en la grabación de “Psychocandy”, optó por dar rienda suelta  a los caprichos experimentales de los Reid y dar forma, de esta manera, al debut discográfico de The Jesus And Mary Chain.

Está claro que, antes que condensar influencias musicales dispersas, los Reid querían, a toda costa, sacudir el polvo de la escena local. Ponerlo todo de cabeza. También es obvio que, para ese propósito, no bastaba con provocar motines caóticos en cada una de sus conciertos. Y “Psychocandy” fue, en parte, el disco que los obligó a madurar, formalizando las intenciones de un grupo que adoraba el pop vocal de los 50’s y el noise en partes iguales. Absteniéndose de llevar las canciones por terrenos demasiado intrincados, los JAMC sabían que podían ser extremadamente provocadores y violentos sin tener que recurrir a los viejos artilugios del rockstar (lease: solos de guitarra, maquillaje, glitter y falsetes). Limitándose a estructurar las canciones de la manera más sencilla posible y reforzando esta actitud con una imagen retraída, timorata pero, a la vez, misteriosa.

Canciones como “Taste Of Cindy” o “You Trip Me Up” son, en el fondo, gemas del pop vocal de los cincuentas recubiertas con capas de distorsión y ruido a tope. La estética dark que sugiere “The Living End” hace pensar que ésta podría ser, fácilmente, una canción incluida en el cortometraje “Scorpio Rising” de Kenneth Anger. “Coger la motocicleta y cortar la carretera como un cuchillo” acompaña perfectamente la imagen sombría del grupo escocés (Cuero negro, gafas oscuras y peinados post punk). Más allá de todo eso, es importante destacar la ayuda de Gillespie dentro del grupo, la cual no se restringió solamente a contactarlos con McGee, sino que termino de sellar, con impronta velvetiana, la base rítmica detrás de JAMC. Reduciendo su set percusivo hasta lo estrictamente necesario (tom de piso, tambor), y galopando así entre olas de acoples entre la maraña demencial de “In a hole” Pero, incluso en canciones más melódicas hay espacio para la perversión muy bien disimulada. “Just Like Honey”, hermosa y adictiva canción que abre el disco, esconde entre su atmosfera eléctrica una libidinosa referencia al amor lascivo y al sexo. “Sowing Seeds” transita exactamente por la misma senda, incluso en el beat inicial que invoca a “Be My Baby” de The Ronettes.


Para mediados de los ochentas, The Jesus And Mary Chain, habían logrado despertar el interés de casi todos los semanarios musicales británicos. Sin embargo, el grupo sabía que era urgente deshacerse de aquel rótulo incómodo que los reducía a ser los “nuevos Sex Pistols”. Finalmente, la estridencia pop de “Psychocandy” fue la fórmula que terminó por alejar a los bravucones que solo buscaban seguir el rastro de destrucción que JAMC dejaba en cada uno de sus conciertos. Y es que era más que evidente que, JAMC, contaban con un bagaje musical mucho más interesante que gran parte de los puristas del punk de aquel entonces. Basta con asomar la cabeza un poco en el silbido lacerante de “The Living End”, o en el pop noise de “Never Understand”, y descubrir que en el mundo musical de los Reid había espacio suficiente tanto para Einstürzende Neubauten como para The Shangri-las.

Hoy, a 30 años del lanzamiento oficial de éste disco, no es tan difícil rastrear las influencias que convergieron durante su grabación. Y tampoco es difícil darse cuenta porque tanta violencia contenida tenía que desembocar en un disco así de áspero, volcánico pero, al mismo tiempo, melódico y hasta popero en su estructura. En realidad, todo eso ya ha sido descrito incontables veces. La importancia de Psychocandy quizás sea el hecho de que concluye con una etapa  de ambición futurista dentro del post punk, e inaugura algo que podría ser considerado como la deconstrucción del pop a fuerza de ruido y erotismo. Los hermanos Reid lograron esta fórmula explosiva sin ser del todo consientes de que aquello sería muy difícil de replicar a la postre en discos futuros. La crudeza del noise como respuesta al hastío. Un afán cínico y hasta postmoderno de apropiarse del pasado y regurgitarlo con lascivia ruidosa. Pero nada de sentimentalismo retro ni nostalgia de por medio. Por eso mismo, que el grupo ahora decida celebrar este 30 aniversario tocando el disco en su totalidad pueda, ciertamente, parecer contradictorio, y amenace con arruinar cierta inmaculada respetabilidad. Pero, ¿todavía podemos hablar de nostalgia cuando el verdadero Ethos de psychocandy haya sobrevivido perfectamente al paso de los años y se refleje ahora  en el ruidismo indie de bandas hispanoparlantes como Los Mundos, Triangulo de amor bizarro o Davila 666? Entonces, y solo entonces, la celebración sí es justificada.