martes, 28 de julio de 2020

De Düsseldorf hacia el futuro: un viaje junto a Kraftwerk





Existe una concepción reduccionista sobre Kraftwerk, aquella que los define apenas por su condición robótica y deshumanizada. Y aunque ciertamente el hermetismo del grupo y su frivolidad premeditada parezcan remarcar aquello, en realidad es una percepción que no le hace mucha justicia al total de su obra. Kraftwerk, durante su vigencia, ha logrado conectar distintas corrientes artísticas, desde el experimentalismo cósmico del krautrock, hasta la vanguardia electrónica de Stockhausen. Y en ese trajín ha estado latente un componente que no siempre se ha sabido destacar: su sentido del humor. Desde sus devaneos pre electrónicos, hasta la conformación definitiva del discurso hombre-máquina, Kraftwerk logra diferenciarse de sus contemporáneos por incluir siempre un sentido irónico y desafiante en su lenguaje. Pero, por supuesto, aquello es apenas uno de los elementos que conforman a Kraftwerk.

Mucho antes de la configuración más conocida del grupo alemán (aquella que consiste en Ralf Hütter, Florian Schneider, Wolfgang Flür y Karl Bartos), Kraftwerk es apenas dos de sus miembros fundamentales: Ralf Hütter y Florian Schneider. Es ésta dupla la que define toda la primera etapa discográfica del grupo. Aquella que comienza con un proyecto primigenio llamado Organisation, y continua con “Kraftwerk” (1970), disco homónimo que establece su nombre oficial. En él, el dúo ya logra anticipar algunas de las pautas sonoras de su estilo.  “Ruckzuck”, por ejemplo, es la delimitación de un sonido basado en la repetición y el ritmo. Sostenido por una percusión marcada y el estacato de Florian Schneider en la flauta traversa, es un aviso anticipado de que el grupo, a diferencia del experimentalismo caótico de bandas como Amon Düül, está regido por un orden y un sentido establecido. “Kraftwerk 2” (1972), que también cuenta con la producción del destacado Conny Plank, profundiza aún más en el experimentalismo organizado de su primer disco. En “Strom”, por ejemplo, el uso experimental de la guitarra eléctrica es un hecho tan abstracto como inédito en un grupo que se precia por su obsesión electrónica.

Kraftwerk, no cabe duda, es un grupo pionero en el uso musical de la electricidad. Su concepción de la música electrónica argumenta, con mucha razón, que la amplificación de los instrumentos acústicos es, en sí, una forma ya aceptada de música eléctrica. Kraftwerk, sin embargo, lleva esta idea al extremo. Desde “Kraftwerk” (1970) hasta “Ralf & Hütter” (1973), los distintos procesamientos del sonido acústico, incluyen el uso de distorsiones, pedales fuzz, wah wahs, etc. Quizás sea el entorno industrial de Düsseldorf, su ciudad de origen; o un interés genuino por desarrollar las ideas de vanguardistas como Pierre Schaeffer y Karlheinz Stockhausen, lo que, para el dúo, termina por definir un vuelco definitivo hacia la electricidad como medio. Pero primero se debe establecer un centro de operaciones, un laboratorio sonoro que sirva como base estratégica para la fabricación de música. De esa manera es que nace Kling Klang, el estudio de grabación personal de Kraftwerk. Laboratorio donde sucede la composición y el registro en cinta magnética de sus discos más importantes.

Es a partir de aquello que Kraftwerk, en la mente de Ralf y Florian, comienza a ser concebida como una fábrica. Una suerte de edificación industrial con funciones designadas y obreros asalariados. Para ese fin, el diseño, la fabricación y la implementación de nuevos instrumentos son procesos indispensables que el grupo comienza a desarrollar. El experimentalismo va dando paso a la adopción de ideas concretas. Detrás, existe un interés por desarrollar lo que Hütter denomina industrielle volksmusik, o música folclórica industrial. Una noción que busca resonar con la esencia misma de la cultura alemana de postguerra. Una civilización moderna basada en el uso de la tecnología y en el uso de las máquinas. Hütter y Schneider estaban sentando las bases de una música esencialmente alemana, completamente ajena al predominio del rock anglo americano. En la portada de “Ralf & Hutter” puede anticiparse un quiebre definitivo entre el pasado experimental y su nueva estética germana. Un quiebre premeditado, pero nunca carente de un sentido de humor irónico en el fondo. Florian Schneider luce un traje elegante de los años treinta y un corte de pelo formal que, de cierta, forma, desafía al ideal estético del rockero contemporáneo.

Es con “Autobahn” (1974) que Kraftwerk logra materializar la Gesamtkunstwerk, la obra de arte absoluta. Apropiándose de un símbolo claro del ímpetu desarrollista alemán, el grupo aborda la autopista como una representación sonora y visual del tránsito entre el pasado y el futuro de la Alemania de post guerra. En ella se incorpora una visión nostálgica del país en plena era industrial. Una nostalgia extendida hacia los paisajes bucólicos en la región de Baviera.  Kraftwerk, que ya cuenta con Wolfgang Flür en sus filas, logra representar con maestría el tránsito motorizado, usando sonidos análogos de sintetizadores como el Minimoog, el ARP Odyssey y la Farfisa; además de la característica flauta traversa de Schneider y las prototípicos pads electrónicos patentados por Flür. “Autobahn” no solo representa un punto de quiebre en la historia de Kraftwerk, “Autobahn” representa la culminación de las inquietudes vanguardistas del siglo XX, y su cruce definitivo con la historia del pop. Es el albor, en materia musical, de casi todo lo posterior en el horizonte.   

Con la inclusión de Karl Bartos en 1975, se termina de definir la conformación más recordada del grupo. En adelante, además, Kraftwerk prescinde de la colaboración de Conny Plank como coproductor; haciendo que Hütter y Schneider asuman de manera oficial –y un tanto despótica- la dirección y producción del grupo. En ese escenario se publica “Radioactivity” (1975), un álbum que toma como su centro discursivo a las radiofrecuencias y a la contaminación nuclear. Es un disco que marca la senda hacia la adopción de un concepto central para cada disco en adelante. Si “Autobahn” todavía cuenta con algunos rastros dispersos de instrumentación convencional, en “Radioactivity” el grupo se vuelca totalmente al territorio electrónico. El ritmo pulsátil al iniciar el disco y los sintetizadores gélidos de “Radioactivity” marcan el tono de un álbum mucho más sombrío y minimalista que su predecesor. Es el presagio de toda una escena musical en las tinieblas industriales de Manchester, y es el sonido que artistas consagrados como Bowie y Eno están a punto de adoptar.
Con “Trans Europe Express” (1977) Kraftwerk redobla la apuesta. No solo abordan un concepto ambicioso y, de alguna manera, adelantado a los hechos históricos; sino que, además, lo hacen sembrando las semillas para la germinación de estilos nuevos como el Hip Hop o el Techno. Consientes o no de aquello, el grupo implementa el Synthanorma Sequencer, un secuenciador de 32 pasos y 16 canales que marca el salto definitivo hacía el pulso metronómico. Son los primeros esbozos del Synth pop y también el inicio anticipado de los ochentas. “Trans Europe Express” reflexiona, además, sobre la identidad detrás de los disfraces. El grupo está en plena transición de ser humano a hombre-máquina. Se preguntan si acaso es más auténtico el reflejo en el espejo que el ser delante de él. La formalidad y la pose sarcástica del grupo es desafiante. Son la contraposición absoluta al cliché del macho rockero. Una estética que explotan al máximo con el concepto detrás de “The Man Machine”, su álbum sucesor.  



Quizás en un futuro la imagen de Kraftwerk que más se recuerde y sobreviva al paso del tiempo sea la famosa portada de “The Man Machine” (1978). Sus rostros pálidos e inexpresivos, sus trajes rojos a la medida y la estética soviético-constructivista de fondo, es la postal definitiva del cuarteto y su ironía. El grupo juega con la idea de ser completamente suplantada por doppelgängers robóticos. La idea llega hasta el paroxismo en “The Robots”, la canción que abre “The Man Machine”. Éste es el disco más ajustado al concepto popular sobre Kraftwerk. Sin embargo, por contradictorio que parezca, el disco no parece disimular una faceta humana muy patente en algunas de sus canciones. “Neon Lights” es nostálgica. La voz de Hütter, cuando no está procesada por un Vocoder, suena conmovedora e imperfecta como la de un ser humano de carne y hueso. “The Model”, por otro lado, rebosa un instinto pop que es la escuela básica para el sonido de grupos como OMD o The Human League. La fórmula de estas bandas comienza a dar frutos durante el repliegue del impulso punk, a finales de los 70s, y se instala el sintetizador como el centro esencial de todo proyecto que se precie moderno.

A éstas alturas, Kraftwerk ya no se encuentra sólo en la primera línea. Otro productor de origen italiano, radicado en Alemania, es muy solicitado y comienza a definirse el futuro del pop en las pistas de baile. En Japón, un grupo llamado Yellow Magic Orchestra da luces nuevas sobre el uso aplicado de los sintetizadores en la música oriental. Kraftwerk, a estas alturas, ya no suena a destiempo. Están, de hecho, sincronizados al ritmo creativo de sus mejores alumnos. Con “Computer World” (1981) se cierra una seguidilla de discos esenciales en el desarrollo posterior del pop. Afrika Bambaataa samplea “Numbers” y “Trans Europe Express” concibiéndose, de esa forma, el inicio del Hip Hop.

Se cierra un ciclo en la discografía de Kraftwerk, pero su influencia más visible ya ha sido trazada. Cada uno de sus discos, por sí solos, son un sendero hacia distintas formas musicales nuevas. Al menos hasta “Computer World”, podría decirse que Kraftwerk goza de una vigencia invisible ante su propio tiempo. Como un espectro que está presente y ausente en todo. La escena que se despliega bajo su influencia hace gala de ideas mucho más frescas y grandilocuentes. La vigencia del synth pop, durante la primera mitad de los 80s, es imposible sin el precedente sentado por el cuarteto alemán. Aunque sus giras, durante la época, son una puesta en escena compleja y aparatosa de su trabajo en el estudio, son otros grupos más jóvenes los que logran imponer su éxito con mucha más facilidad. El merecido reconocimiento tarda unos años en llegar, mientras tanto el grupo publica “Electric Cafe” (1986) y “Tour De France Soundtracks” (2003). Son obras que aparecen a cuenta gotas y representan un paulatino desgaste creativo del grupo. El mito ya está instaurado. Los principales archivos revisionistas de la historia del rock apenas mencionan al grupo como una curiosidad rara de su época. Sin embargo, cada vez más va notándose el aporte indeleble que sus discos han tenido en el desarrollo de estilos variados como el House, el Techno y el Hip Hop. Kraftwerk, no cabe duda, es responsable de haber moldeado la segunda mitad del siglo XX con el uso musical de la electricidad y un sentido del humor disimulado. La muerte de Florian Schneider, el pasado 6 de mayo, representa una pérdida dolorosa de uno de los pilares fundacionales del grupo. La discreción en torno a su desaparición física es una extensión del lenguaje hermético que Kraftwerk ha logrado mantener hasta hoy. Sin embargo, Schneider fue un gran ser humano detrás del velo robótico. Un aficionado del ciclismo, un ambientalista, un visionario de la tecnología en la música y un diestro flautista. Paz en su tumba. 


martes, 28 de abril de 2020

Sobre "Introspective" de los Pet Shop Boys



Mi disco favorito de los Pet Shop Boys es, no cabe duda, “Introspective” (1988). Está a un paso de la elegancia melancólica de “Behaviour” (1990) y justo después de la magnífica pieza de Synth pop “Actually” (1987). Como obra uniforme y coherente, su formato tiene más semejanza con un compilado. Pero no un compilado a la manera de “Disco” (1990), que es un álbum que incluye remixes y un par de rarezas: sino, más bien, uno a la manera de “Electric” (lanzado muchísimos años después) que es un conjunto de composiciones dirigidas exclusivamente al club de baile. “Introspective” (1988) es, en todo caso, un disco destinado a una pista de baile. Pero no a una pista de baile pública, sino a una hogareña, íntima y solitaria. 

“Introspective” es, en esencia, una suerte de compilado con versiones de otros artistas, reinterpretaciones, versiones extendidas, y apenas un par de composiciones originales. Aquello no resta puntos al hecho de que sea una obra uniforme de principio a fin. Y el hecho de que el dúo lo incorpore en su discografía oficial no significa otra cosa que, en realidad, es un disco importante en su catálogo. El álbum fue lanzado en pleno pico de popularidad del grupo, poco antes de que Tennant y lowe se resignasen a la necesidad de realizar giras para presentar sus discos. Y es que es difícil imaginar a un dúo tan tímido y sobrio acompañar su música con solemnes puestas en escena en giras alrededor del mundo. Es obvio que su popularidad apremiaba giras y despliegues en escena que, quizás, es más fácil de imaginar en un grupo extrovertido como Depeche mode o, incluso, The Cure, pero no en un dúo como los Pet Shop Boys. En todo caso, si es válida la recomendación, conviene apreciar al dúo escuchando sus discos antes que viendo sus teatrales (y, a veces, absurdas) puestas en escena en vivo.

El baile y la introspección no parecen elementos afines. Sin embargo, Tennant y Lowe se las arreglan para combinar letras cargadas de una sutil ironía con ritmos que prefiguran el auge de la cultura dance y el house a principios de los 90s. No existe una canción que escape a la genial amalgama entre ritmo y perspicacia. “Left on my own devices”, con una fastuosa introducción orquestal, es un torrente de adrenalina rítmica contenida en arreglos solemnes de cuerdas y en la voz retraída de Neil Tennant. El famoso interludio confesional en el que Tennant debe decidir entre escribir un libro y subirse a un escenario (con menciones a Che Guevara y a Debussy) es, sin duda, uno de los momentos líricos más determinantes del disco.

“Introspective” mantiene un impulso rítmico adictivo gracias a los sintetizadores de Chris Lowe, quien brilla con notoriedad en los momentos más cercanos al House del álbum. “I want a dog”, por ejemplo, es un despliegue de synths y ritmos de club que contrastan con la necesidad de tener, aunque sea, una compañía perruna en la soledad de un departamento. Algo que solo puede esperarse de los Pet Shop Boys. Por otro lado, “Domino Dancing”, el single promocional del disco, es también un contraste entre las inseguridades amorosas de un personaje tímido y la sensualidad extrovertida de los ritmos latinos. Es apenas la primera parte del álbum y ya puede suponerse que el título del disco es un concepto cargado de la ironía típica del dúo inglés. “I’m not scared” es una canción escrita originalmente para la banda Eighth Wonder que el dúo decidió revisitar para “Introspective”. Es uno de los pasajes rítmicos más potentes del disco. Un acercamiento glorioso a esa especie de House orquestal y épico que es la marca del álbum. La voz de Tennant encarna un personaje femenino que se erige ante la insolencia masculina de una persona. Es, sin duda, uno de los momentos más cinematográficos de los Pet Shop Boys.

 “Always on my mind” es un cover de Elvis Presley que, aquí, adquiere una extensión electrónica aún más dirigida al baile que la presentada con anterioridad. En “It’s Alright”, el tema final del disco, el dúo reversiona una canción House de Sterling Void que habían escuchado en algún club. Los extensos minutos de cada uno de los tracks parecen querer demostrar que esto es, en esencia, un compilado de versiones 12 pulgadas. Un catálogo de maxisingles listo para girar en la tornamesa de algún DJ.

El humor es un componente esencial en los Pet Shop Boys. Un humor sutil y perspicaz que los distingue de cualquier afán comercial de otro grupo pop de la época. Las letras de Tennant parecen poseer una hiper conciencia adelantada sobre la futilidad de un significado profundo en la narración. Como si entendiera que su función no es imponer una abstracción sesuda y seria sobre las canciones. Su astucia es la manera en la que logra intercalar ideas simples con referencias oblicuas a la cultura popular y a la historia. Algo que, quizás, se puede extender a la concepción de su propia música. Y es que, en esencia, los Pet Shop Boys son el posmodernismo encarnado en sonido. Muy refinados para pasar como un grupo de pop desechable, muy kitsch para ser tomados en serio por la avanzada de la escena synth pop. Su sonido es un conglomerado de influencias que van desde el Italo disco hasta los musicales de Broadway, pasando por el techno y la obvia referencia a la cultura dance de los clubs gay europeos. Esa capacidad de combinar los descartable con la alta cultura es lo que hace de los Pet Shop Boys un dúo fundamental para entender la esencia misma del Pop. Rasgo manifiesto en estas seis canciones y en el extenso catálogo de singles y videoclips que el dúo tiene hasta la fecha.

  

jueves, 16 de abril de 2020

Sobre Altiplano Fusion Band y su disco "De Los Andes Al Mundo... Hijo Del Ande"



En los recuerdos más lúcidos de mi propia niñez se ubican ciertas imágenes de lugares que hoy ya no frecuento. También algunos olores y sonidos que, estoy seguro, poseen sus respectivas conexiones neuronales dentro mi memoria. En eso, por supuesto, no me distingo absolutamente de nadie. Yo, como cualquier otro, desconozco las implicaciones del inconsciente en la formación de mi propia realidad, y aun así puedo asegurar que existen lugares de la memoria que es preferible evitar. Sin embargo, con la música es todo muy diferente. La música es, entre muchas otras cosas, es una especie de puente hacia la imaginación de escenarios pasados, presentes y futuros. Un puente que es, en todo caso, mucho menos arriesgado de cruzar.

Todo esto para decir que ahora me encuentro escuchando “De los andes al mundo” del grupo boliviano Altiplano. Un disco publicado el año 1992. Cuando yo apenas tenía 5 o 6 años. Recalco “boliviano” para evitar confusiones con agrupaciones folclóricas con el mismo nombre provenientes de otros países. En todo caso, el nombre correcto es Altiplano Fusion Band, y es evidente que no se trata tan solo de una banda folclórica, sino que, además, su música absorbe influencias de distintas vertientes, como el jazz y el rock. Rasgo menos evidente en sus primeros trabajos discográficos previos a “De los andes al mundo”. Para 1992 y 1993, la banda gozaba de una popularidad que iba cada vez más en ascenso. En ese sentido, no es ninguna sorpresa que, por ejemplo, una copia de ése disco haya ido a parar a mi casa durante aquel tiempo. De hecho, junto a álbumes de Khonlaya, Boliviamanta, Luzmila Carpio o Wara, constituían una especie de respuesta en clave erudita al incipiente neo folcklore dominado por los Kjarkas a mediados de los noventa. Sumemos que artistas como Bonny Alberto Terán, o agrupaciones más enraizadas en la música andina del norte de potosí, como la Comunidad Markasata, eran muy aceptadas en las familias bolivianas de clase media y más o menos podemos vislumbrar cuál era el estado de la sociedad y su consumo cultural durante aquel periodo.  

Pero mi intención no es adentrarme en inquisiciones sociológicas. Altiplano –y particularmente éste disco- es un álbum que despierta muchos recuerdos de mi niñez. Memorias que asocio a mi primera casa y a su pequeño patio de cemento. A mis primeros viajes hacia la ciudad de La Paz. Y, sobre todo, a mi fascinación por aquella ciudad. 


Si bien Altiplano es una agrupación que ha ido cambiando de miembros constantemente, al punto de desconocer, personalmente, quiénes lo conforman hoy en día; el miembro más estable y su principal compositor es Edgar Bustillo Orihuela. El resto de los músicos, sin embargo, no son menos importantes. La herencia jazzera es manifiesta en los arreglos a cargo de músicos de academia, como Álvaro Montenegro, José Luís Morales o Victor Hugo Guzmán, quienes se explayan en ideas muy precisas a lo largo del disco. En ese sentido, el tema instrumental “Sol y Luna” es un muestrario de la capacidad grupal por encauzar su herencia jazzera hacia un terreno más cercano al folclore tradicional. Una especie de taquirari con zamponas en el que un elegante arreglo de saxofón, a cargo de Álvaro Montenegro, se disuelve con mucha discreción en momentos esporádicos de la canción. Por otra parte, “Ciudad del alma” y “Caminante de la vida” representan un costado menos volátil y más concreto. Ambas canciones, que además de estar acompañadas de un videoclip respectivo, fueron las puntas de lanza en la promoción del disco. “Ciudad del alma”, por un lado, es hasta hoy una de los retratos más entrañables sobre la ciudad de La Paz. Colorida, percusiva, y abrupta como su geografía misma. “Caminante de la vida”, por otro lado, es más un retrato poético sobre el personaje vivo de aquel lugar. El indígena que habita los márgenes de la urbe y conserva una amargura perene en su caminar. El mismo motivo puede rastrearse en “Hijo del ande”, un impecable arquetipo del folclore fusión boliviano, además de una reivindicación de la cultura ancestral en tiempos de la modernidad latente durante los noventas de Goni. “El beniano” es otro taquirari/fusión instrumental en el que la banda da rienda suelta a su capacidad virtuosa. En “El toba, querrero del sol”, otra canción netamente instrumental, se aprecian interludios jazzeros que contrastan con un ritmo saltarín y, hasta rockero, en el pulso de la batería. Uno de los momentos que más aprecio es, sin duda, el dedicado a la infaltable cueca del disco. “Cueca del olvido”, una de las composiciones más entrañables de Edgar Bustillos, es una sencilla estructura de cueca que evoca, en la cálida voz de Pablo López, a ese amor perdido que deja un sentir lastimero. El cierre del disco con “Dulce alborada” es, en contraposición, una alegre comparsa carnavalesca que evoca las fiestas en las comunidades campesinas de Bolivia. Una zamponada radiante y optimista que se va fundiendo de a poco en el silencio.

“De los andes al mundo” es, sin duda, uno de los discos que más suelo asociar con mi memoria musical más temprana. Y es, por tanto, imposible objetivar sobre su importancia desde un terreno más crítico. Es así que, al revisar documentos visuales de la banda en YouTube para acompañar esta escritura, se hace imposible rectificar cualquier exageración. Un video muestra al grupo en una suerte de Live at Pompeii andino, con la banda tocando “Aguas Sagradas” a orillas del Lago Titicaca. Las tomas del grupo tocando sobre una embarcación rodeada de botes de totora son, simplemente, impresionantes. El efecto poético que logran es, a mi criterio, más emotivo que, por ejemplo, el de los Jaivas en Machu Picchu. Aunque es probable que esté pecando de chauvinista con mi comentario. En todo caso, si se quiere apreciar a Altiplano en vivo, conviene mirar las presentaciones de la banda en un entorno más realista. En el videoclip de “Ciudad del alma”, por ejemplo, se aprecia el tipo de ambiente en el que el grupo solía presentarse. Un escenario nocturno y bohemio, con gente boliviana y extranjera bailando al ritmo del folclore boliviano. De fondo, una whipala con el nombre de la banda bordeada en ella.   

sábado, 11 de abril de 2020

Algunas consideraciones sobre Echo And The Bunnymen a partir de Porcupine


¿Cuántos años tenía yo cuanto salió este disco? Ninguno. Es obvio que pertenezco a esa generación que descubrió a sus ídolos cuando éstos ya estaban rumbo a su jubilación o en la inevitable decadencia. En todo caso, me apetece hablar de éste disco, no porque lo considere el mejor de su discografía (ese es, sin duda, un mérito que le otorgo a “Heaven Up Here”) o porque me haya transformado la vida de alguna manera; quiero hablar de “Porcupine” porque es, en primer lugar, un disco que poseo de forma física. Y eso es, sin duda, una razón de peso para que yo pueda animarme a comentar sobre él. Como si el valor económico invertido en aquel capital cultural fuera una especie de tarjeta de habilitación para brindar mi opinión. O como si poseer un disco fuera el pretexto necesario para escribir al respecto.

Como sea. “Porcupine” no es mi disco favorito. Y tampoco podría afirmar que Echo & The Bunnymen sea, de hecho, una de mis bandas preferidas. Eso sí, puedo decir que conozco a la banda gracias a una reseña en una revista argentina hoy desaparecida. Una revista (o una página, en realidad) que debió estar vigente hasta el año 2004 o 2005. En ese tiempo, los blogs y las páginas de reseñas musicales eran los sitios que más frecuentaba. Leí sobre esta banda de Liverpool que acababa de sacar un disco llamado “Siberia”. Que ellos eran una banda importante durante los ochentas dentro de la escena del post punk. Que su mayor hit había sido una canción llamada “The Killing Moon”, la cual había logrado un segundo pico de popularidad gracias a haber aparecido en el soundtrack de la película Donnie Darko (2001). Recuerdo que aquella curiosidad por la banda me llevó a descargarme dos canciones: la necesaria “The Killing Moon” y “Crocodiles”. Ésta última –una frenética canción guitarrera de su primer disco- me sonaba bastante a esas bandas que, por aquel entonces, estaban muy de moda dentro de la escena indie. Desde Bloc Party hasta Interpol.

El hecho es que, un día, me topé con una versión pirata de “Siberia”. Una triste edición colombiana de aquellas que, por un lado de la revista, tenía la portada original y, por el otro, una fotografía de, digamos, Coldplay. El disco no me sonaba para nada a “Crocodiles”. Aquel furioso vértigo que me atraía por su inexacta definición entre el punk y rock melódico, ahora parecía más un disco tardío de alguna banda ignota de britpop. Sin duda aquello me decepcionó un poco, aunque finalmente el disco terminó gustándome. De hecho, hoy pienso que “Siberia” es el último gran disco que han podido sacar antes de haber caído, de manera inevitable, en la repetición y en ese afán nostálgico de revisar lo más relevante de su propio catálogo.

Unos años después descubrí “Heaven Up Here”. Su disco más oscuro y, digamos, más fiel a los atributos del post punk. Cada miembro de la banda parece sonar al límite de sus capacidades técnicas y expresivas en éste disco. Incluso las letras de Ian McCulloch están todavía lejos de reflejar el optimismo y la luminosidad de futuros trabajos. Acá la opresión sonora y la precisión rítmica se perciben con gran estruendo. La batería de De Freitas está en su nivel más elevado de destreza y rigidez. Lo mismo el bajo de Les Pattinson. Esa contraposición entre las melodías del bajo y el minimalismo en la guitarra de Will Sergeant es fenomenal. No hay otra forma de reflejarlo en palabras. Quizás he perdido la capacidad de expresarme sobre la música. Empecé este texto con la intención de hablar sobre “Porcupine”, el disco posterior a “Heaven Up Here”, y terminé estancado en descripciones innecesarias sobre el que es, en realidad, mi disco favorito de Echo & The bunnymen.

En todo caso, hay un tema que sí anticipa un poco el sonido que la banda estaba por emprender en “Porcupine”.  Esa canción es la luminosa “A Promise”. Sus cambios melódicos y esa manera particular de McCulloch de entonar en los coros es un presagio de canciones como “The Cutter” o “’Heads will roll”. Y es, justamente, gracias a una de esas canciones, “The Cutter”, que una vez me obsesioné con redescubrir a la banda a través de sus discos fundamentales. Ciertamente, “Porcupine”, puede ser considerado un punto medio ente la oscuridad de “Heaven Up Here” y “Ocean Rain”, un disco en el que la luminosidad es tan patente tanto en la voz de Mcculoch, como en los arreglos orquestales de varias de sus canciones.  “Porcupine”, aunque a simple vista no parezca poseer momentos más destacables que “’The Cutter” y “The Back of Love”, ofrece pasajes que asemejan un viaje psicodélico por sonidos exóticos y arreglos musicales de origen oriental bastante insólitos para la época. Aún más destacable es el hecho de que la banda no cae en la arrogancia paternalista al momento de acercarse a sonoridades de otras culturas y, más bien, logra compaginar perfectamente su herencia punk con arreglos de cuerdas de linaje oriental. Algo que quizás hoy podría ser una jugada arriesgada para muchas bandas. Por otra parte, aunque “Ripeness” parece un descarte de “Heaven up Here”, vemos cómo la guitarra posee en éste disco un tratamiento más grandilocuente. Un aditamento de efectos más notorio que en su disco predecesor. El álbum suena más reverberante en varios aspectos, como si la banda hubiera buscado desprenderse de la rigidez de su disco anterior.  

No hay mucho más que pueda decir al respecto. “Porcupine”, en ese equilibrio entre los extremos bien diferenciados de su temprana discografía, puede considerarse un buen álbum para adentrarse en la música de los Bunnymen. Al menos “The Cutter”, la canción inaugural del disco, es una muestra de su variedad estilística y su capacidad de construir piezas épicas con sorprendente simpleza. Bastaría con escucharla para entender por qué es que los Bunnymen importan más que sus eternos rivales U2.