miércoles, 18 de enero de 2017

En la fiesta que te prometí: crónica del Festival Bue 2016



Hora pico en la avenida Santa Fe de Buenos Aires. Acomodado en un asiento individual, confirmo que éste es, entre todas las opciones disponibles, el ómnibus correcto. Cada cierto tiempo, en distintas paradas, un grupo nuevo de hipsters va subiendo al transporte, ratificando así un destino bastante obvio: el Festival Bue. Por ahora, mi única preocupación es lograr llegar temprano a Tecnópolis, la megamuestra de ciencia y tecnología, ubicada en el barrio de Villa Martelli, al noroeste de la ciudad, hoy, escenario del festival. Pero, por más que el conductor del bus hace el mejor esfuerzo por esquivar los atascamientos de las calles céntricas de Buenos Aires, realizando desvíos imprevistos –algo tan usual en Cochabamba-, y acelerando en rutas expeditas, el recorrido de más de un hora de duración, casi hace que pierda toda la parte inicial del evento.

Lo que sigue a continuación es un boceto acerca de una experiencia particular, una crónica que no necesariamente se ajusta al rigor periodístico. Por otro lado, tampoco pretende ser un relato pormenorizado en el plano emocional, asumiendo que, de manera inevitable, un festival musical, cuya cartelera incluye a Iggy Pop, Pet Shop Boys, Wilco, The Flaming Lips, entre sus más destacados participantes, es capaz de despertar estados emocionales que no precisan ser detallados con mucho ahínco. Si bien la prioridad mía es equilibrar la subjetividad de la experiencia musical –el goce- con la valoración general del evento, algunos episodios y anécdotas circunstanciales pueden, finalmente, ser obviados o asumidas como inherentes a la experiencia. Así, el descuido de perder el celular en pleno pogo de Lust for life, el lograr intercambiar unas palabras con Ariel Minimal de Pez, el peligro de morir deshidratado, arrastrado por una marea de gente mientras suena Mass production; el ver a Pete Doherty mezclando entre la gente disfrutando del show de Toots and the Maytals, o el terminar completamente exhausto y empapado de sudor, con la polera hecha jirones, y sin tener la más mínima idea de cómo retornar a casa a las 2 de la madrugada, son, entre otras experiencias, algo que el lector puede asumir anticipadamente.  
      
Luego de 10 años de permanecer en modo stand by, la presente edición del Festival Bue marca un retorno triunfal a la grilla de festivales anuales en Buenos Aires. Manteniendo la diversidad de géneros musicales como su principal estandarte, el festival ha contado en pasadas versiones con un lineup que incluía, entre sus más destacados números, a artistas como: Patti Smith, Beastie Boys, The Strokes, Elvis Costello, M.I.A., Dizzee Rascal, Daft Punk, etc.  Este año, además de los platos fuertes con Iggy Pop y los Pet Shop Boys, la organización ha anunciado el retorno de los norteamericanos de The Flaming Lips y los ingleses de The Libertines; además de Wilco, quienes desembarcan por primera vez en territorio argentino. Otra de las sorpresas tiene que ver con la participación de Toots and the Maytals, referentes esenciales del reggae y el ska jamaiquino; o la de los colombianos de Bomba Estéreo y la rapera española Mala Rodríguez. Finalmente, para completar la cartelera, y jugando como locales, los platenses de Él mató a un policía motorizado, Juana Molina, Miss Bolivia y Mi amigo invencible.

Al ser éste un evento patrocinado por una cerveza, la restricción de entrada a menores de edad se hace evidente al recorrer de extremo a extremo la explanada de Tecnópolis. Aquí, a diferencia del Lollapalooza, no se observan niños con sus padres, ni lugares de recreación familiar; en su lugar, hay puestos de distribución de cerveza (casi el equivalente a 50 Bs el vaso, un verdadero asalto a mano armada) y promotoras de una marca de cigarrillos ofreciendo puchos por doquier. Por otra parte, y salvo con el debido cuidado de resguardar bien la botella de agua metida de contrabando, no existe la necesidad de ir por mayores implementos de supervivencia. Además, de todas formas, las filas en el sector de comidas son ridículamente largas y resulta inútil siquiera pensar en clavarse un choripán. La mejor alternativa, si acaso también se descarta la idea de socializar un poco, es encontrar un buen lugar para cada show.    



Algo se hace muy evidente al ver en escala real el folleto con el mapa del lugar y la lista de bandas: es imposible abarcarlo todo. Si bien hay un orden lógico entre los horarios y las bandas relevantes dentro del festival; el engañoso lineup queda reducido a una lista básica de bandas esenciales por ver. Es en ese sentido que la extensión de éstos textos se limiten a reflejar apenas lo más primordial del cronograma; evitando extenderse hacia bandas que, por la irremediable imposibilidad de alcanzar a verlas, o, directamente, por una falta de méritos para dejar una impresión necesaria, han tenido que ser obviadas. Merece, sin embargo, una mención especial el caso de Toots and the maytals, cuyo show -una celebración espiritual en clave reggae- reúne a skinheads y rastas de toda índole en un evento destinado a clausurar la primera jornada del Bue. Lastimosamente, el desgaste físico y emocional posterior a Iggy Pop, obliga a ahuecar el ala antes de tiempo, denegándome la posibilidad de tener una opinión valedera al respecto. The Libertines, por otro lado, no amerita un desarrollo interesante. Su setlist se queda a medio camino entre un repaso flojo y monótono de sus temas, y un lamentable jam de una banda principiante. Salvando  el romanticismo etílico de “Can´t Stand Me Now”, la mayor parte del show transcurre lánguidamente, emitiendo muy pocas escenas memorables con respecto a otros números de la jugosa cartelera.

DÍA 1

El mató a un policía motorizado


Lo primero que llama la atención es la magnitud del escenario principal. Un armazón gigantesco que enaltece al máximo el bajo perfil de los platenses. En seguida, como un mantra de distorsión, los primeros acordes de “Nuevos Discos” inauguran un set equilibrado entre temas viejos esenciales, y temas recientes. Quizás el entorno ideal para El mató a un policía motorizado sean los recintos medianos, la intimidad de un local cerrado donde los límites entre músico y espectador sean indistinguibles. Sin embargo, conforme van sonando los temas, vemos que el despliegue ritualista de los platenses aún encuentra espacio en entornos tan expuestos como éste.

En realidad, parte de aquel instinto celebratorio adosado al perfil de la banda, tiene que ver con el sonido propulsivo y jubiloso de sus guitarras. El impulso ruidistico de “Chica Rutera”, o el indie elemental de “Amigo Piedra”, por ejemplo. La banda amortigua su set con repasos obligados a “Violencia”, su más reciente Ep, que básicamente mantiene la fórmula de su sonido rock minimalista, sin muchas mayores sorpresas que un evidente retroceso en el manejo de sus líricas. “Mujeres bellas y fuertes”, a continuación, enciende a los más fanáticos que de a poco van agrupándose en la parte delantera del lugar. Luego, el ruido contagioso  de The Weeding Present resuena en “Sábado”, incitando al que quizás sea el primer pogo del festival.

Ya en órbita con el ritmo ambivalente de Él Mató –esa facilidad con la que la banda pasa del ruido hipnótico y repetitivo al desbarajuste punk- emprendemos hacía la delicadeza melancólica de “Más o menos bien”, y nuevamente al tribalismo post punk de “Yoni B”, reanimando a las hordas ávidas de pogo. El set corto de la banda cumple, con evidencia, una función de precalentamiento para la primera noche del festival. Santiago Motorizado apenas musita un agradecimiento tímido entre tema y tema, dejando que la música sea el conductor primario entre la banda y los espectadores. Después de todo, este es un partido jugado de local, y, de hecho, la familiaridad es un sentimiento muy perceptible en el ambiente. Incluso entre desconocidos. Temas como “Chica de oro”, o el himno generacional “Mi próximo movimiento” funcionan como episodios ceremoniales donde la fiesta y la fraternidad danzan en una especie de escenario pre apocalíptico. 

Él mató, el bastión del sello Laptra, es quizás la pieza más conocida del rock independiente platense de los últimos años. Congregando alrededor suyo un séquito de bandas afines a una estética particular, los platenses retoman el primitivismo y el impulso más básico del rock de bandas como The Velvet Underground, Galaxie 500 o The Jesus and Mary Chain. El paso de Él mató por el escenario principal contagia una energía propulsiva fugaz que, luego de una hora, finaliza con la celebración demoledora de “Chica Rutera”, dejando a más de uno extraviado en una corriente de pop noise y canticos futboleros que se van desvaneciendo lentamente. Los platenses abandonan el escenario sin exhibirse heroicos ni vencidos. Hay una impresión de que la banda asume esto como un muestrario limitado de su contenido. Un resumen que se reserva lo mejor para la intimidad de un show propio. Aun así, ésta sigue siendo la forma más eficaz de inaugurar el recorrido por un festival.  

   
Iggy Pop




Ante el irremediable vacío generado por los decesos de Bowie, a principios de año, y Lou Reed, el 2013, el consuelo –aquella urgencia ante el paso del tiempo por lograr ver, aunque sea una sola vez, a nuestros ídolos sobre el escenario- recae en uno de los restantes vértices de aquel denominado “triángulo sagrado”: Iggy Pop. Post Pop Depression (2016) llega a tiempo para redimir a un artista cuyas recientes incursiones en el jazz o la Chanson Française no hacían mucho por conservar su estatus de leyenda. De cualquier modo -ya lo anunciaba en una entrevista a medios argentinos- su paso por el Festival Bue sería un repaso extendido por su discografía, más no un concierto de promoción para su reciente álbum. Dicho y hecho, promediando las 23:15, la primera noche del festival porteño veía asomar la figura reptiliana de Iggy Pop, dando brincos con paso dislocado rumbo el escenario  y anticipando un setlist compuesto, en su mayoría, por temas de The Stooges y la dupla The Idiot/Lust for life.

Un índice de letalidad peligrosamente elevado es el que alcanza la seguidilla mortal de I wanna be your dog/The Passenger/Lust for life, al iniciar el show. Basta un riff inicial para desatar el caos en un público que no tiene más remedio que debatirse a empujones entre el desborde de adrenalina y la supervivencia. Más de 15000 personas reunidas en Tecnópolis concurren al Outdoor Stage para recibir al loco de Detroit, y ciertamente las expectativas no eran escasas. Después de un año cargado de revisiones honoríficas en torno al legado de Iggy y The Stooges –un libro extenso sobre su historia editado por Third Man Records, además de un documental dirigido por Jim Jarmusch- todas las miradas parecen apuntar hoy hacia James Newell Osterberg. Luciendo una musculatura visiblemente tocada por el paso del tiempo, Iggy pasea su torso desnudo con altivez por el escenario mientras suena “Five Foot One” y “Sixteen”. Luego, un repaso por lo más olvidable de su etapa reciente con “Skull ring”  y el Bo Diddley beat del clásico “1969”, para retomar el descontrol a fuerza de fuzz y wah. La ovación es absoluta. En algún momento, Iggy quiere encarar los rostros de la anarquía en las primeras filas: un amasijo de cuerpos destilando sudor y cerveza. Pide a los técnicos encender los reflectores hacia el público y observa la marea adoptando una pose entre heroica y grotesca; como un dios semidesnudo en la cima del olimpo. Ahora es tiempo de ofrecer un repaso por aquel semillero del post punk llamado The Idiot que, con Sister Midnight, suponía una vindicación justa y necesaria hacia aquel periodo junto a Bowie que constituye un preámbulo a su Trilogía de Berlín. Mientras tanto, una ligera llovizna rocía de frescura la multitud acalorada. Enseguida viene Real Wild Child y el cabaret noir de Nightclubbing, donde una silla en medio del escenario es todo lo que Iggy precisa para desarrollar una especie de coreografía degradante: Canta sentado, tira la silla a un lado, juega con el micrófono.  El espectáculo apenas alcanza el medio tiempo con Some Weird Sin y la impresionante Mass production, una factoría de ruidos y loops industriales hipnóticos con la que Iggy y su banda amagan una falsa despedida del escenario.  

Alguien familiarizado con los shows de Iggy Pop (al menos con los disponibles en Youtube) sabe que, invariablemente, hay un momento en el que la iguana decide invitar al público a acompañarlo sobre el escenario. La situación, como siempre, termina saliéndose de control y, por supuesto, Buenos Aires no podía quedar exenta del desmadre rutinario. Casi al finalizar la machacante Repo man, las tres personas afortunadas sobre el escenario se convierten en 30 en cuestión de segundos. Tienen que intervenir varios agentes de seguridad para proteger a Iggy de la torpeza de sus fans pero, finalmente, luego de varios minutos de anarquía, logran expulsar de a uno a la turba desquiciada del escenario. Peor aún, el ruido y la furia de Search and Destroy no hacen mucho por recobrar la calma. En cambio, Gardenia, la primera y única visita al nuevo disco durante toda la noche, logra finalmente apaciguar el éxtasis de la multitud.



Estamos ante quien podría ser considerado el mejor frontman que un grupo haya logrado tener. Un grupo que, además, es precursor de varios atributos que el punk adoptaría muchos años después. Un escultor del exceso, o un adorable histrión pasado de rosca. A partir de ese momento, el setlist se enfoca en The Stooges, la legendaria banda junto a los hermanos Asheton. “Down on the street” y “Loose”, ambos temas de Fun house (1970) que muestran a un Iggy Pop visiblemente agotado y con dificultades a la hora de llegar a las notas demasiado elevadas. El predominio de los riffs anfetamínicos continua con el rock salvaje de “Raw Power”, luego el himno ilegítimo del punk “No fun” para finiquitar una noche que ya comienza a castigar con una ventisca helada sobre la explanada de Tecnópolis. “Fucking goodnight”, se despide la iguana, antes de llamar a la banda para un último tema. “Candy”, lo más cercano a un hit que tuvo Pop durante el inicio de los 90s. Antes, un gentil saludo y la presentación protocolar de cada uno de los músicos en escena: Kevin Armstrong, antiguo colaborador de Iggy en los 80s, en guitarra; Matt Hector en la batería, Ben Ellis en el bajo y Seamus Beaghen en los teclados. Rozando los 70 años, Iggy Pop conserva un carisma radiante y una capacidad sorprendente por otorgar un show enérgico y salvaje de principio a fin. Ya sea diseminando las semillas del punk con un Blues eléctrico brutal junto a The Stooges, o reinventándose en la acera vanguardista bajo el amparo redentor de Bowie, Iggy ha logrado darse modos para mantener cierta autoridad en el rubro, aunque el secreto, en realidad, sea simplemente actuar como él mismo. El Cheetah con el corazón de napalm, o el hijo fugitivo de la bomba nuclear. The one who searches and destroys.


DÍA 2

Wilco




La vieja jazzmaster que Nils Cline ejecuta durante el sólo de  “Imposible Germany”, revela más de lo que sus grietas descoloridas y su dulce sonido aparentan. Wilco, al igual que la Fender desvencijada, ostenta una vida que no opone resistencia a la decoloración natural, o al menos no busca disimular con capas de pintura el desgaste de su juventud. Schmilco (2016) es quizás la mejor prueba de aquello. Premeditadamente intimista y reflexivo, el disco más reciente de los de Chicago está lejos de las inquietudes experimentales de sus primeros años como banda “madura”. Pero hay más. Aquella espiral creciente de éxtasis y psicodelia –la herencia de Television y The Greateful Dead, desde luego- suena como el resumen de una etapa. O, mejor, como el final de una etapa que va desde los años junto a Jay Bennet – la mente obsesiva detrás de Wilco en su paso de banda alt country hacia folk vanguardista-, hasta el despido de éste y su posterior muerte el año 2009. Es alrededor de aquella época –ya con Cline haciendo de contrapunto ruidista en la banda- que Wilco fue asumiendo su propia edad a través de discos más austeros e introvertidos. Y es con “Imposible Germany”, precisamente, que la banda toca un nervio emocional muy significativo en medio de su primer recital en Argentina.

El escenario asignado a la banda consiste en un galpón cerrado con bastante reverberación interna. Aun así, la dinámica instrumental del grupo suena bastante inteligible, y no resulta una verdadera molestia para el espectador. Wilco, fiel a una especie de instinto autosabotador,  disfruta exhibir su brazo ruidista y caótico en momentos determinados del concierto. Así, la anarquía abrupta en “Vía Chicago”, o el desorden calculado al medio de la melancólica “Misundestood”, son disparadores de reacciones en el público que, pensándolo bien, parecen guionizadas o estructuradas con antelación.
Vistiendo un sombrero texano, y exhibiendo un vello facial descuidado que no logra ocultar una evidente sonrisa en su rostro, Jeff Tweedy agacha la cabeza repetidas veces en señal de agradecimiento y anuncia que, hoy, Wilco viene a saldar una cuenta pendiente con Argentina. Durante más de una hora y media somos parte de un recorrido musical que recoge temas de distintas épocas de la banda. Si la réplica exacta en escena de la introducción de Yankee Hotel foxtrot (2001) –aquella obra bisagra en su discografía- con “I am trying to break your heart” no es suficiente estímulo para dejar una impresión imborrable en el público porteño, ahí está el rematazo de “Misunterstood”, reactivando un sabor entre nostálgico y confesional que se extiende en un agradecimiento insistente al finalizar la canción. Tampoco faltan los clásicos “Jesus etc” y “Handshake drugs”, aunque, en realidad, la sorpresa recae en viejos temas como “Box full of letters”, o el power pop de “Outtaside (Outta mind)”, que son desempolvados para la ocasión.

Algo que sin duda es reprochable es la omisión de “California Stars”. Y, aunque puede ser tal la urgencia por escuchar los favoritos personales, vemos que Wilco amaga los pedidos del público, rematando con alternativas casi igual de satisfactorias. Es verdad, no figuran “Ashes of american flags” o “War on war”, pero al menos tenemos a “Heavy metal drummer” y “I’m the man who loves you”. De igual forma, y aunque la banda se proponga equilibrar un setlist con canciones de distintas épocas, resalta la preferencia por discos como “A ghost is born”, que marcan un movimiento conservador y tibio en cuanto a las ambiciones experimentales de la banda.



A estas alturas, está claro cuál es el factor más llamativo para considerar “adulta” a una banda indie. Es ese proceso de sofisticación paulatina en la música, pero también es el circuito en el que éste se desarrolla, o el público al que finalmente abraza. Si bien es evidente que el Festival Bue no permite el ingreso de menores al predio, es fácil promediar un rango de edad entre el público que supera los 30 años. ¿Es eso, acaso, a lo que llaman “Dad Rock”? Quizás Tweedy reniegue de la agudeza de algunos críticos, y con justa razón, pues lo que vemos acá, más allá de las apariencias superficiales, es un concepto menos estricto de la madurez. Encontrando estabilidad en la simpleza pero, también, paradójicamente, en la sofisticación instrumental de la banda en escena (la destreza de Glenn Kotche en la batería, o los incontables cambios de guitarras de Nils Cline) Wilco encuentra su equilibrio entre la tradición y la discreción necesaria de un adulto. Cada vez más alejados de las ambiciones artísticas de otrora, pero más firmes en la búsqueda de una perfección ceñida al formato canción.

A cierta hora es perceptible una fluidez inquietante de personas en el predio. Pero aquello tiene menos que ver con el extenso set list que Wilco desarrolla -23 canciones en total-, que con el hecho de que el show de The Flaming Lips está por comenzar en un escenario paralelo. Los más entusiastas con los de Chicago preferimos la discreción. Incluso esperando ingenuamente una sorpresa reservada para el final. Sin embargo, con el extendido motorik beat de “Spiders” y “I´m a Wheel”, parece que, finalmente, está todo dicho. El público va replegándose fuera del escenario Heineken mientras, de fondo, suena “Closer to the heart” de Rush. Un final justo, si se lo piensa bien.  


The Flaming Lips




Que el tiempo invertido en reajustar la escenografía y los vestuarios más estrafalarios, ente tema y tema, disminuya notoriamente el minutaje asignado a la presentación misma de la banda,  es una muestra de cuán importante es para los Flaming Lips la ostentación de su maquinaria visual en cada uno de sus shows. Una espectacularidad entre lúdica y alucinógena que vale la pena experimentar, aun cuando aquello amenace con relegar la música hacia un segundo plano. 

Por fortuna, ese no es el caso de The Flaming Lips, cuyo eje primordial para el despliegue hiper-colorido de su show es, precisamente, la música. Ahí está el preciosismo psicodélico de discos como Clouds Taste Metalic (1995) y The Soft Bulletin (1999), la opera espacial de Yoshimi battles the pink robots (2002), o la saturación enviciada de Embryonic (2009), demarcando una evolución paulatina en la banda desde el efluvio indie de principios de los 90s, hasta la suntuosidad psych-prog condimentada de sus más recientes discos.

Promediando las 9 con 15 minutos de la noche, inmediatamente después del show de Wilco en el escenario Heineken,  una lluvia de confeti y pelotas multicolores dan el pistolazo de salida al set de The Flaming Lips. El impresionismo de Race for the prize resuena con épica psicodélica, anticipando un show audiovisual tan delirante como emocional. La gente, sin embargo, responde con cierta tibieza atribuible, quizás, al cuelgue fumeta que subyace entre el público. Algo, además, potenciado por la falta de continuidad entre las canciones y el excesivo tiempo  haciendo cambios de  vestuario y escenografía para cada canción. Así, para Yoshimi battles the pink robots pt. 1, por ejemplo, un Santa Claus y una especie de Pepe the Frog gigantes son presentados en escena para bailar junto a  la banda y entretener al público con bailes infantiles.

Wayne Coyne -hoy cobijado por un enorme abrigo de capucha blanco - se empeña  en incitar al público a ser participe o, al menos, cómplice del carnaval lisérgico en escena. Sin embargo, canciones como The Observer son, en realidad, segmentos instrumentales que apelan exclusivamente a la contemplación (o al aburrimiento). Aun así, la enorme parafernalia de luces y colores desplegada incluso en los pasajes más calmos del concierto, no deja indiferente a ninguno. Ya sea implementando un arcoíris inflable gigante para el ornamento de apenas una sola canción, u optando por cantar montado en el lomo de un Chewbacca, la música y la teatralidad parecen elementos que, en realidad, sirven para potenciarse el uno al otro. En canciones como The Gold in the mountain of our madness y la floydiana Pompeii Am Götterdämmerung, la banda sostiene un énfasis en las variaciones de energía entre partes fuertes y partes débiles; aligerando el ritmo hacia atmosferas más envolventes, y explotando, de manera imprevista, con texturas de synths gruesos en momentos determinados.



En What is the light A spoonful weighs a ton se reúne el espectro musical que la banda abraza con frecuencia: pasajes psicodélicos, una base rítmica contundente y, sobre todo, una línea vocal retraída, casi quebradiza. Wayne Coyne no es precisamente un gran vocalista. Al menos no en el sentido técnico de la expresión. Es perceptible en él una función intermediaria entre público y banda, entre música y espectáculo visual. Su (voluntaria) imprecisión vocalista se compensa con una identidad entre inocente y sarcástica, exacerbada por su gusto, irónico o no, hacia el conceptualismo del rock más ampuloso y grandilocuente (The Beatles, Pink Floyd, The Who) Pero, ciertamente, hay un componente más profundo debajo de tanta pompa,  un mecanismo un tanto desesperado por recordar(nos) lo absurdamente efímero de la existencia. La celebración como mecanismo de defensa ante lo irremediable. En ese sentido, no resulta extraño que la banda destaque “Space Oddity” de David Bowie como un emotivo paréntesis de su set para rendir homenaje póstumo a quien, de alguna forma, cristaliza en una obra final (“Blackstar”) los fantasmas internos en su último viaje junto a Caronte. De hecho, aquella obsesión por la ficción sideral y la muerte encajan muy bien con la estética de The Flaming Lips, pero es evidente que, aún en circunstancias sobrecogedoras, la banda evita a toda costa ser tomada demasiado en serio. Y aquello es, por supuesto, algo que terminamos agradeciendo mientras vemos a Coyne caminar sobre el público en una enorme bola transparente.

El número final del concierto no puede sintetizar mejor el pathos de la banda. Do you realice?? es una épica estremecedora acerca de la vida y la muerte. Un himno a la existencia efímera de los seres, o una despedida agridulce del mundo terrenal. La lluvia de confeti y brillantina que acompaña el espectáculo marca, finalmente, la despedida de los norteamericanos del escenario del Bue  La multitud va esparciéndose por el sector de comidas y bebidas, dejando ver el rastro colorido de papeles y mixtura sobre el suelo. Los estigios de un viaje lisérgico-musical inolvidable en la última noche del festival.


Pet Shop Boys




La espera sobrepasa los 15 minutos, sin embargo, el espectáculo que el equipo técnico lleva a cabo sobre el escenario –un equipo visiblemente adiestrado en ingeniería de estructuras de último minuto- justifica cualquier demora. La arquitectura que logran alzar de las ruinas que la banda predecesora deja en el Outdoor Stage –los kilos de confeti cortesía de los Flaming Lips- es impresionante: láseres, máquinas de humo en lugares estratégicos, pantallas esféricas y globos gigantes con luz propia flotado en la parte superior del escenario.

Los Pet Shop Boys no aparecen en escena sino hasta el minuto y medio del primer tema, Inner Sanctum. Toman posición logrando imponer una imagen entre aristócrata y cibernética al pararse frente al par de pantallas esféricas, a ambos lados del escenario. Neil Tennant y Chris Lowe, hieráticos y misteriosos, combinan la formalidad de sus trajes con unos cascos espejados, totalmente esférico en el caso de Lowe, y desfragmentado en el caso de Tennant. La primera tanda de aplausos se torna ensordecedora tras reconocer los primeros beats de “West End Girls”. ¿Están rematando temprano los hits, en una actitud opuesta al épico cierre con “broche de oro”? Quizás no sea el caso de los ingleses, o hasta, quizás, resulte indiferente el orden de temas, considerando la cantidad de éxitos amasados durante toda su trayectoria. La canción combina austeridad y urbanismo en partes iguales, logrando redoblar el efecto futurista que el paisaje de Tecnópolis ofrece.  Luego de un protocolar saludo en español, el dúo engancha con The Pop Kids, del reciente disco Super (2016). Más que un acto de nostalgia, esto parece una clara declaración de principios: “We were young but imagined we were so sophisticated / Telling everyone we knew that rock was overrated”. Es difícil imaginar un mejor momento para la remembranza auto biográfica. Después de 30 años portando con justicia el emblema de auténticos cultores del dance pop, pocas bandas pueden jactarse de haber sobrevivido a la contingencia de las separaciones y los conflictos internos, típicos de cualquier grupo en el umbral de la madurez.

El dúo cumple con un cronograma de conciertos para la presentación de su nuevo disco Super (2016), sucesor de Electric (2013). Pero, aún con casi dos horas previstas para el show, los ingleses abordan un repertorio variado de canciones que apenas incluye cuatro temas del reciente álbum. Alejándose más del conceptualismo y abrazando la inmediatez del pop con una intencionalidad mucho más marcada, Super -al igual que Music Complete (2016) de New Order- condensa un afán por retomar el dominio de la electrónica primigenia, pero procurando mantener un pie en el presente o, al menos, evitando padecer la nostalgia de la adultez. El secreto está en Stuart Price, productor de aquella oda a la cultura dance de Madonna:Confessions on a dance floor” y colaborador eventual de Kylie Minogue y New Order. En Price recae la responsabilidad de rescatar a los Pet Shop Boys del modo “piloto automático” de sus últimos discos previos a Electric. Super, de hecho, mantiene esa proyección revivalista, y es evidente la transición de pasado a presente cuando,  luego de rescatar a “In The Night” de algún rincón perdido de su discografía (el enganche es alucinante), suena “Burn”, que es básicamente un destilado de Italo disco y pop energético con reminiscencias al clásico sonido del dúo durante los 80s.



Está claro que el show preparado por los Pet Shop Boys es, para esta ocasión, un espectáculo apoyado primordialmente en la música. La ausencia de un grupo coreográfico, y el aporte instrumental de tres músicos adicionales (Simon Tellier, Christina Hizon y Afrika Green, en percusiones, teclados y voces) compensa esa premeditada falta de teatralidad bastante habitual en las giras de los ingleses. En seguida, Tennant y Lowe se deshacen de sus respectivos cascos y suena la adictiva “Love is a bourgeois construct” –un acercamiento marxista a las relaciones amorosas- y es imposible contener la euforia y el impulso futbolero de los cánticos corales del final. Con la intención de otorgarle cierto conceptualismo al show, la banda reparte su set list en cuatro categorías distinguibles en nombres como “In the night”, “Sun”, “Inside” y “Euphoric”. Así es como con “New York City Boy” y “Se a Vida E” ingresamos a la segunda parte del concierto, abordando hits de la época Bilingual (1996) y Nightlife (1999). También hay tiempo suficiente para las pequeñas sorpresas como la relectura de “Love comes quickly”, de su primer disco, cuya visión inevitable del amor conecta con “Love etc”

Es difícil subestimar la proyección rítmica y corporal que el pop ejerce mediante la apelación al baile. Aunque, en realidad, aquello no signifique necesariamente desestimar pulsiones artísticas o, digamos, cerebrales a través de la música. Tal vez ese sea el lema que Tennant y Lowe desarrollan con bastante soltura en lo referente al Pop como estética y discurso. Procurando mantener siempre una relación paralela con el arte en aspectos como el diseño conceptual de sus giras –además del enfoque cinematográfico y vanguardista de sus vestuarios-, o recibiendo el soporte de cineastas de culto en la dirección de algunos de sus videoclips –el caso de Derek Jarman, director de Caravaggio, para los videos de “It’s a sin” y “Rent”-, el enfoque de los Pet Shop Boys hacia la música bailable adquiere no solo un tamiz de perspicacia con conceptos que rodean a asuntos serios -políticos o filosóficos-, sino también un equilibrio intelectual que eleva la sofisticación estética del pop hacia un estrato ajeno al convencionalismo del género. Gran parte de aquello se debe a Neil Tennant, quien personifica el modelo intelectual-homosexual a través de líricas de una sagacidad que, sin caer en la demagogia, resultan muy efectivas. 



Con “The Dictator Decides” probamos ese instinto por desmarcarse de las formas habituales del pop, abordando asuntos coyunturales desde la sátira. Más adelante, con “Inside a Dream” de Electric, los genios del dance pop ingresan a un nuevo tramo de su set. Incursionando en atmósferas Rave y líneas de synth bass que repercuten con fuerza en el cuerpo, poco a poco el four to the floor se ralentiza para fundirse en texturas más contemplativas. Esa delgada línea divisoria entre el sueño y el delirio –reforzada con proyecciones alucinatorias y humo denso- es el leitmotiv de éste segmento. Chris Lowe, con ese eterno semblante impasible detrás de sus teclados, emprende hacia un pasaje etéreo con las texturas de los siguientes temas. Primero la melancólica Home and Dry, y luego The Enigma, escrito en memoria de Alan Turing.

Con “Euphoric”, el último tramo del set, Tennant y Lowe quieren cerrar la noche invocando abiertamente al éxtasis del baile a través de temas salpicados de colores relucientes.  Así, en “Vocal” resuena la nostalgia de las fiestas Trance y la cultura dance que, con su anfetamínico crescendo en los synths, logra amplificar el éxtasis del público porteño. Incluso la escenografía adopta una estética memorable, con luces multicolores dentro de globos gigantes y láseres que cubren, como un manto futurista, todo el horizonte del público. El épico final va construyéndose con “The Sodom and Gomorrah show” mientras, alrededor, un manto rojo de luces se entreteje sobre las miles de cabezas de la multitud. Enseguida, los synths enérgicos de Lowe disparan la euforia de “It´s a sin”, encumbrando un punto épico de la noche entre texturas gloriosas y una conmoción entre nostálgica y liberadora. El mismo efecto logra “Left on my own devices”, un favorito  que, hoy, desprovisto de orquesta y una base rítmica sólida, suena un tanto flácida y desmotivada.  Sin embargo, parece pensada como preámbulo para “Go West”, el triunfal final en el que Tennant,  aprovecha para presentar a los músicos e implantar un cierre heroico a la noche del festival, en medio de agradecimientos efusivos y luces resplandecientes.  

Ya resignados a abandonar el predio, en medio de una multitud todavía esperanzada por un encore, damos media vuelta al escuchar reanimarse la bulla del público ante el regreso al escenario de los ingleses. El grupo remata con Domino Dancing, una gema synthpop de finales de los ochenta inmediatamente reconocida por propios y extraños. Las remezclas y versiones extendidas que la banda ha publicado en incontables discos y Eps, a lo largo de su trayectoria, hace pensar en las horas que le harían falta a la noche para prolongar una supuesta fiesta con el catálogo de los Pet Shop Boys. Aquello, sin embargo, no está tan lejos de la realidad: Una invitación circula por los grupos de fanáticos argentinos más acérrimos del dúo en Facebook. Una fiesta post concierto en una residencia privada con música de los Pet Shop Boys hasta el amanecer. La idea resulta tentadora, más aún después de haber quedado picado por los beats infecciosos del dúo y la seguidilla de hits que arremeten al finalizar el show. Con Always on my mind los británicos cierran de manera definitiva su presentación en el Festival Bue, apelando a la magnificencia y a la nostalgia, en partes iguales. Aquello, sin duda, es una marca que queda vigente no solo en la memoria de los primeros discos de la banda, sino además en los recientes Electric y Super. Álbumes de una prolijidad bien lograda que, si bien no buscan reintegrar a los Pet Shop Boys al pop de la presente década, conservan una capacidad intuitiva por relucir con maestría las piezas esenciales de la canción pop. En ese sentido, la de los Pet Shop Boys se constituye en una presentación difícil de olvidar. Un cierre magistral para un festival con variados matices en el plano emocional. El camino a casa no puede conservar su deslucido y rutinario sentido original. La noche es húmeda y el largo trayecto desde Villa Martelli a Congreso despierta un repaso mental de los temas claves del show. Las imágenes filmadas en super 8 del videoclip de Vocal reaparecen en mi mente, y también pervive una suerte de nostalgia musical que, de manera inaudita, sacude mi concentración cuando el conductor del bus sintoniza una radio en la que, oh sorpresa, suena Suburbia


  

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