martes, 28 de abril de 2020

Sobre "Introspective" de los Pet Shop Boys



Mi disco favorito de los Pet Shop Boys es, no cabe duda, “Introspective” (1988). Está a un paso de la elegancia melancólica de “Behaviour” (1990) y justo después de la magnífica pieza de Synth pop “Actually” (1987). Como obra uniforme y coherente, su formato tiene más semejanza con un compilado. Pero no un compilado a la manera de “Disco” (1990), que es un álbum que incluye remixes y un par de rarezas: sino, más bien, uno a la manera de “Electric” (lanzado muchísimos años después) que es un conjunto de composiciones dirigidas exclusivamente al club de baile. “Introspective” (1988) es, en todo caso, un disco destinado a una pista de baile. Pero no a una pista de baile pública, sino a una hogareña, íntima y solitaria. 

“Introspective” es, en esencia, una suerte de compilado con versiones de otros artistas, reinterpretaciones, versiones extendidas, y apenas un par de composiciones originales. Aquello no resta puntos al hecho de que sea una obra uniforme de principio a fin. Y el hecho de que el dúo lo incorpore en su discografía oficial no significa otra cosa que, en realidad, es un disco importante en su catálogo. El álbum fue lanzado en pleno pico de popularidad del grupo, poco antes de que Tennant y lowe se resignasen a la necesidad de realizar giras para presentar sus discos. Y es que es difícil imaginar a un dúo tan tímido y sobrio acompañar su música con solemnes puestas en escena en giras alrededor del mundo. Es obvio que su popularidad apremiaba giras y despliegues en escena que, quizás, es más fácil de imaginar en un grupo extrovertido como Depeche mode o, incluso, The Cure, pero no en un dúo como los Pet Shop Boys. En todo caso, si es válida la recomendación, conviene apreciar al dúo escuchando sus discos antes que viendo sus teatrales (y, a veces, absurdas) puestas en escena en vivo.

El baile y la introspección no parecen elementos afines. Sin embargo, Tennant y Lowe se las arreglan para combinar letras cargadas de una sutil ironía con ritmos que prefiguran el auge de la cultura dance y el house a principios de los 90s. No existe una canción que escape a la genial amalgama entre ritmo y perspicacia. “Left on my own devices”, con una fastuosa introducción orquestal, es un torrente de adrenalina rítmica contenida en arreglos solemnes de cuerdas y en la voz retraída de Neil Tennant. El famoso interludio confesional en el que Tennant debe decidir entre escribir un libro y subirse a un escenario (con menciones a Che Guevara y a Debussy) es, sin duda, uno de los momentos líricos más determinantes del disco.

“Introspective” mantiene un impulso rítmico adictivo gracias a los sintetizadores de Chris Lowe, quien brilla con notoriedad en los momentos más cercanos al House del álbum. “I want a dog”, por ejemplo, es un despliegue de synths y ritmos de club que contrastan con la necesidad de tener, aunque sea, una compañía perruna en la soledad de un departamento. Algo que solo puede esperarse de los Pet Shop Boys. Por otro lado, “Domino Dancing”, el single promocional del disco, es también un contraste entre las inseguridades amorosas de un personaje tímido y la sensualidad extrovertida de los ritmos latinos. Es apenas la primera parte del álbum y ya puede suponerse que el título del disco es un concepto cargado de la ironía típica del dúo inglés. “I’m not scared” es una canción escrita originalmente para la banda Eighth Wonder que el dúo decidió revisitar para “Introspective”. Es uno de los pasajes rítmicos más potentes del disco. Un acercamiento glorioso a esa especie de House orquestal y épico que es la marca del álbum. La voz de Tennant encarna un personaje femenino que se erige ante la insolencia masculina de una persona. Es, sin duda, uno de los momentos más cinematográficos de los Pet Shop Boys.

 “Always on my mind” es un cover de Elvis Presley que, aquí, adquiere una extensión electrónica aún más dirigida al baile que la presentada con anterioridad. En “It’s Alright”, el tema final del disco, el dúo reversiona una canción House de Sterling Void que habían escuchado en algún club. Los extensos minutos de cada uno de los tracks parecen querer demostrar que esto es, en esencia, un compilado de versiones 12 pulgadas. Un catálogo de maxisingles listo para girar en la tornamesa de algún DJ.

El humor es un componente esencial en los Pet Shop Boys. Un humor sutil y perspicaz que los distingue de cualquier afán comercial de otro grupo pop de la época. Las letras de Tennant parecen poseer una hiper conciencia adelantada sobre la futilidad de un significado profundo en la narración. Como si entendiera que su función no es imponer una abstracción sesuda y seria sobre las canciones. Su astucia es la manera en la que logra intercalar ideas simples con referencias oblicuas a la cultura popular y a la historia. Algo que, quizás, se puede extender a la concepción de su propia música. Y es que, en esencia, los Pet Shop Boys son el posmodernismo encarnado en sonido. Muy refinados para pasar como un grupo de pop desechable, muy kitsch para ser tomados en serio por la avanzada de la escena synth pop. Su sonido es un conglomerado de influencias que van desde el Italo disco hasta los musicales de Broadway, pasando por el techno y la obvia referencia a la cultura dance de los clubs gay europeos. Esa capacidad de combinar los descartable con la alta cultura es lo que hace de los Pet Shop Boys un dúo fundamental para entender la esencia misma del Pop. Rasgo manifiesto en estas seis canciones y en el extenso catálogo de singles y videoclips que el dúo tiene hasta la fecha.

  

jueves, 16 de abril de 2020

Sobre Altiplano Fusion Band y su disco "De Los Andes Al Mundo... Hijo Del Ande"



En los recuerdos más lúcidos de mi propia niñez se ubican ciertas imágenes de lugares que hoy ya no frecuento. También algunos olores y sonidos que, estoy seguro, poseen sus respectivas conexiones neuronales dentro mi memoria. En eso, por supuesto, no me distingo absolutamente de nadie. Yo, como cualquier otro, desconozco las implicaciones del inconsciente en la formación de mi propia realidad, y aun así puedo asegurar que existen lugares de la memoria que es preferible evitar. Sin embargo, con la música es todo muy diferente. La música es, entre muchas otras cosas, es una especie de puente hacia la imaginación de escenarios pasados, presentes y futuros. Un puente que es, en todo caso, mucho menos arriesgado de cruzar.

Todo esto para decir que ahora me encuentro escuchando “De los andes al mundo” del grupo boliviano Altiplano. Un disco publicado el año 1992. Cuando yo apenas tenía 5 o 6 años. Recalco “boliviano” para evitar confusiones con agrupaciones folclóricas con el mismo nombre provenientes de otros países. En todo caso, el nombre correcto es Altiplano Fusion Band, y es evidente que no se trata tan solo de una banda folclórica, sino que, además, su música absorbe influencias de distintas vertientes, como el jazz y el rock. Rasgo menos evidente en sus primeros trabajos discográficos previos a “De los andes al mundo”. Para 1992 y 1993, la banda gozaba de una popularidad que iba cada vez más en ascenso. En ese sentido, no es ninguna sorpresa que, por ejemplo, una copia de ése disco haya ido a parar a mi casa durante aquel tiempo. De hecho, junto a álbumes de Khonlaya, Boliviamanta, Luzmila Carpio o Wara, constituían una especie de respuesta en clave erudita al incipiente neo folcklore dominado por los Kjarkas a mediados de los noventa. Sumemos que artistas como Bonny Alberto Terán, o agrupaciones más enraizadas en la música andina del norte de potosí, como la Comunidad Markasata, eran muy aceptadas en las familias bolivianas de clase media y más o menos podemos vislumbrar cuál era el estado de la sociedad y su consumo cultural durante aquel periodo.  

Pero mi intención no es adentrarme en inquisiciones sociológicas. Altiplano –y particularmente éste disco- es un álbum que despierta muchos recuerdos de mi niñez. Memorias que asocio a mi primera casa y a su pequeño patio de cemento. A mis primeros viajes hacia la ciudad de La Paz. Y, sobre todo, a mi fascinación por aquella ciudad. 


Si bien Altiplano es una agrupación que ha ido cambiando de miembros constantemente, al punto de desconocer, personalmente, quiénes lo conforman hoy en día; el miembro más estable y su principal compositor es Edgar Bustillo Orihuela. El resto de los músicos, sin embargo, no son menos importantes. La herencia jazzera es manifiesta en los arreglos a cargo de músicos de academia, como Álvaro Montenegro, José Luís Morales o Victor Hugo Guzmán, quienes se explayan en ideas muy precisas a lo largo del disco. En ese sentido, el tema instrumental “Sol y Luna” es un muestrario de la capacidad grupal por encauzar su herencia jazzera hacia un terreno más cercano al folclore tradicional. Una especie de taquirari con zamponas en el que un elegante arreglo de saxofón, a cargo de Álvaro Montenegro, se disuelve con mucha discreción en momentos esporádicos de la canción. Por otra parte, “Ciudad del alma” y “Caminante de la vida” representan un costado menos volátil y más concreto. Ambas canciones, que además de estar acompañadas de un videoclip respectivo, fueron las puntas de lanza en la promoción del disco. “Ciudad del alma”, por un lado, es hasta hoy una de los retratos más entrañables sobre la ciudad de La Paz. Colorida, percusiva, y abrupta como su geografía misma. “Caminante de la vida”, por otro lado, es más un retrato poético sobre el personaje vivo de aquel lugar. El indígena que habita los márgenes de la urbe y conserva una amargura perene en su caminar. El mismo motivo puede rastrearse en “Hijo del ande”, un impecable arquetipo del folclore fusión boliviano, además de una reivindicación de la cultura ancestral en tiempos de la modernidad latente durante los noventas de Goni. “El beniano” es otro taquirari/fusión instrumental en el que la banda da rienda suelta a su capacidad virtuosa. En “El toba, querrero del sol”, otra canción netamente instrumental, se aprecian interludios jazzeros que contrastan con un ritmo saltarín y, hasta rockero, en el pulso de la batería. Uno de los momentos que más aprecio es, sin duda, el dedicado a la infaltable cueca del disco. “Cueca del olvido”, una de las composiciones más entrañables de Edgar Bustillos, es una sencilla estructura de cueca que evoca, en la cálida voz de Pablo López, a ese amor perdido que deja un sentir lastimero. El cierre del disco con “Dulce alborada” es, en contraposición, una alegre comparsa carnavalesca que evoca las fiestas en las comunidades campesinas de Bolivia. Una zamponada radiante y optimista que se va fundiendo de a poco en el silencio.

“De los andes al mundo” es, sin duda, uno de los discos que más suelo asociar con mi memoria musical más temprana. Y es, por tanto, imposible objetivar sobre su importancia desde un terreno más crítico. Es así que, al revisar documentos visuales de la banda en YouTube para acompañar esta escritura, se hace imposible rectificar cualquier exageración. Un video muestra al grupo en una suerte de Live at Pompeii andino, con la banda tocando “Aguas Sagradas” a orillas del Lago Titicaca. Las tomas del grupo tocando sobre una embarcación rodeada de botes de totora son, simplemente, impresionantes. El efecto poético que logran es, a mi criterio, más emotivo que, por ejemplo, el de los Jaivas en Machu Picchu. Aunque es probable que esté pecando de chauvinista con mi comentario. En todo caso, si se quiere apreciar a Altiplano en vivo, conviene mirar las presentaciones de la banda en un entorno más realista. En el videoclip de “Ciudad del alma”, por ejemplo, se aprecia el tipo de ambiente en el que el grupo solía presentarse. Un escenario nocturno y bohemio, con gente boliviana y extranjera bailando al ritmo del folclore boliviano. De fondo, una whipala con el nombre de la banda bordeada en ella.   

sábado, 11 de abril de 2020

Algunas consideraciones sobre Echo And The Bunnymen a partir de Porcupine


¿Cuántos años tenía yo cuanto salió este disco? Ninguno. Es obvio que pertenezco a esa generación que descubrió a sus ídolos cuando éstos ya estaban rumbo a su jubilación o en la inevitable decadencia. En todo caso, me apetece hablar de éste disco, no porque lo considere el mejor de su discografía (ese es, sin duda, un mérito que le otorgo a “Heaven Up Here”) o porque me haya transformado la vida de alguna manera; quiero hablar de “Porcupine” porque es, en primer lugar, un disco que poseo de forma física. Y eso es, sin duda, una razón de peso para que yo pueda animarme a comentar sobre él. Como si el valor económico invertido en aquel capital cultural fuera una especie de tarjeta de habilitación para brindar mi opinión. O como si poseer un disco fuera el pretexto necesario para escribir al respecto.

Como sea. “Porcupine” no es mi disco favorito. Y tampoco podría afirmar que Echo & The Bunnymen sea, de hecho, una de mis bandas preferidas. Eso sí, puedo decir que conozco a la banda gracias a una reseña en una revista argentina hoy desaparecida. Una revista (o una página, en realidad) que debió estar vigente hasta el año 2004 o 2005. En ese tiempo, los blogs y las páginas de reseñas musicales eran los sitios que más frecuentaba. Leí sobre esta banda de Liverpool que acababa de sacar un disco llamado “Siberia”. Que ellos eran una banda importante durante los ochentas dentro de la escena del post punk. Que su mayor hit había sido una canción llamada “The Killing Moon”, la cual había logrado un segundo pico de popularidad gracias a haber aparecido en el soundtrack de la película Donnie Darko (2001). Recuerdo que aquella curiosidad por la banda me llevó a descargarme dos canciones: la necesaria “The Killing Moon” y “Crocodiles”. Ésta última –una frenética canción guitarrera de su primer disco- me sonaba bastante a esas bandas que, por aquel entonces, estaban muy de moda dentro de la escena indie. Desde Bloc Party hasta Interpol.

El hecho es que, un día, me topé con una versión pirata de “Siberia”. Una triste edición colombiana de aquellas que, por un lado de la revista, tenía la portada original y, por el otro, una fotografía de, digamos, Coldplay. El disco no me sonaba para nada a “Crocodiles”. Aquel furioso vértigo que me atraía por su inexacta definición entre el punk y rock melódico, ahora parecía más un disco tardío de alguna banda ignota de britpop. Sin duda aquello me decepcionó un poco, aunque finalmente el disco terminó gustándome. De hecho, hoy pienso que “Siberia” es el último gran disco que han podido sacar antes de haber caído, de manera inevitable, en la repetición y en ese afán nostálgico de revisar lo más relevante de su propio catálogo.

Unos años después descubrí “Heaven Up Here”. Su disco más oscuro y, digamos, más fiel a los atributos del post punk. Cada miembro de la banda parece sonar al límite de sus capacidades técnicas y expresivas en éste disco. Incluso las letras de Ian McCulloch están todavía lejos de reflejar el optimismo y la luminosidad de futuros trabajos. Acá la opresión sonora y la precisión rítmica se perciben con gran estruendo. La batería de De Freitas está en su nivel más elevado de destreza y rigidez. Lo mismo el bajo de Les Pattinson. Esa contraposición entre las melodías del bajo y el minimalismo en la guitarra de Will Sergeant es fenomenal. No hay otra forma de reflejarlo en palabras. Quizás he perdido la capacidad de expresarme sobre la música. Empecé este texto con la intención de hablar sobre “Porcupine”, el disco posterior a “Heaven Up Here”, y terminé estancado en descripciones innecesarias sobre el que es, en realidad, mi disco favorito de Echo & The bunnymen.

En todo caso, hay un tema que sí anticipa un poco el sonido que la banda estaba por emprender en “Porcupine”.  Esa canción es la luminosa “A Promise”. Sus cambios melódicos y esa manera particular de McCulloch de entonar en los coros es un presagio de canciones como “The Cutter” o “’Heads will roll”. Y es, justamente, gracias a una de esas canciones, “The Cutter”, que una vez me obsesioné con redescubrir a la banda a través de sus discos fundamentales. Ciertamente, “Porcupine”, puede ser considerado un punto medio ente la oscuridad de “Heaven Up Here” y “Ocean Rain”, un disco en el que la luminosidad es tan patente tanto en la voz de Mcculoch, como en los arreglos orquestales de varias de sus canciones.  “Porcupine”, aunque a simple vista no parezca poseer momentos más destacables que “’The Cutter” y “The Back of Love”, ofrece pasajes que asemejan un viaje psicodélico por sonidos exóticos y arreglos musicales de origen oriental bastante insólitos para la época. Aún más destacable es el hecho de que la banda no cae en la arrogancia paternalista al momento de acercarse a sonoridades de otras culturas y, más bien, logra compaginar perfectamente su herencia punk con arreglos de cuerdas de linaje oriental. Algo que quizás hoy podría ser una jugada arriesgada para muchas bandas. Por otra parte, aunque “Ripeness” parece un descarte de “Heaven up Here”, vemos cómo la guitarra posee en éste disco un tratamiento más grandilocuente. Un aditamento de efectos más notorio que en su disco predecesor. El álbum suena más reverberante en varios aspectos, como si la banda hubiera buscado desprenderse de la rigidez de su disco anterior.  

No hay mucho más que pueda decir al respecto. “Porcupine”, en ese equilibrio entre los extremos bien diferenciados de su temprana discografía, puede considerarse un buen álbum para adentrarse en la música de los Bunnymen. Al menos “The Cutter”, la canción inaugural del disco, es una muestra de su variedad estilística y su capacidad de construir piezas épicas con sorprendente simpleza. Bastaría con escucharla para entender por qué es que los Bunnymen importan más que sus eternos rivales U2.